Era un hombre alto y educado, quizá secretamente tímido. Lo vi muchas veces, siempre un tanto al azar, y fue afectuoso conmigo. Hablábamos de literatura y de amigos comunes, y siempre me repetía al despedirnos: «Tenemos que vernos más». No ha sido posible. Yo estaba fuera de España cuando murió de repente.
Claudio Guillén fue nuestro gran comparatista y un verdadero hombre de mundo. No se debe confundir viajero con hombre de mundo. Porque el viajero convulso de hoy ve sin más, pero el genuino hombre de mundo entra (o procura hacerlo) en el interior de las culturas y de los hombres foráneos.
Nacido en París de madre francesa, y habiendo vivido -por tristes razones históricas- fuera de España la mayor parte de su vida, Claudio Guillén sólo podía ser lo que fue, ese gran defensor de la literatura comparada -como mi maestro Antonio Prieto- que sabía que una literatura sólo se conoce bien en el camino y entrecruzamiento con otras.
Malos tiempos para esa lírica. ¿Cómo unir a Garcilaso con Bernardo Tasso, con Ronsard y con la latinidad de Pietro Bembo, cuando esta elemental nómina suena a chino a la inmensa mayoría, sumida en lo que bien podemos llamar una Alta Edad Media tecnológica?
La magnífica introducción de Claudio Guillén a la literatura comparada: Entre lo uno y lo diverso (última edición en 2005) es un libro sabio y rico, a la altura del mejor Steiner o del mejor Bloom, aunque yo prefiera a Steiner. De nuevo, hablamos de minorías. ¿Quién lee esas cosas riquísimas fuera de los guetos académicos? No tuvo Claudio aquí, en su tierra (en la que eligió), ni la fama ni la nombradía merecidas.
Para la mayoría, no pasaba de ser el hijo del poeta Jorge Guillén, notable crítico literario y que al parecer (repito lo extendido) fue profesor en varias universidades norteamericanas. Tras esta verídica banalidad, nada. Claudio habló alguna vez -incluso a propósito de admiradas lumbreras, como Américo Castro- del «hispanocentrismo español», y es bueno recordarlo. Los españoles (y entran todas las autonomías) tendemos a hablar de lo nuestro obsesivamente, ignorando con amplitud lo de afuera, haciendo ver así -desde lo subconsciente- que, durante aciagos siglos, España fue una nación cerrada y atrasada, gracias al nacionalcatolicismo generalmente imperante.
Él quiso una España abierta, tolerante, rica, culta, viajada, sin espuelas ni báculos impuestos, una nación civilizada y acorde. Hemos mejorado, pero estamos lejos de llegar a esa meta. Nuestros políticos se lanzan sin cesar dentelladas lobunas (aquí la política tiene algo de caza y carnicería) y la gente, el buen pueblo televisivo, es cada día más inculta, aunque a veces parezca imposible.
En uno de sus libros (Entre el saber y el conocer, 2001), Guillén cita una célebre frase de Aristóteles: «El eros es una hipérbole de la filia». Traduzco: el erotismo es un grado extremo de la amistad. ¿Cuántos entienden la frase? Nos ha dejado -acaso lo intuyó- en las catacumbas, en los viejos monasterios medievales. «Sit tibi terra levis», amigo.
