Antonio Lucas
Lavapiés quiso levantarse como república independiente trucando las corralas y cambiando las viejas barberías por franquicias okupas, dándole vida a un barrio que es una delegación insurrecta de la ONU, un esfuerzo de cuestas donde acampa medio mundo, de Murcia a Bangladesh. Diríamos que es el único territorio del Centro que guarda una ley propia, entre flamencos, chisperas, algún bohemio trasnochado con un escarbadientes en la boca y un par de curas progres con pana de ateneo. Lavapiés no madruga, porque ya no es zona de oficios, sino que se vive en el cambio horario de Mali o Senegal, y las calles huelen más a curry que a vainilla. El tío del arrope ahora vende ollas de cuscús y el cuplé de las tabernas tiene orquesta de sitar.
Un mundo entero se resume en cuatro calles si se sabe cómo organizar el mundo por parcelas. Lavapiés tiene el alma de té y las paredes de sal gorda. Pero aquí los que mandan por arriba son los chinos, que guardan al abuelo en la trastienda y han desarrollado un capitalismo vecinal en dos palmos de acera, entre la calle de Juanelos y la de la Encomienda. Por allí levantan una economía de fardos al vacío donde uno no sabe si transportan vajillas de petróleo, transgénicos de soja, un tigre trasparente, un muslo de oso panda o a otro compatriota con un jet lag de horas cosiendo del revés. El caso es que se da un mercadeo trepidante en la cresta del barrio, mientras abajo el planeta (el planeta Lavapiés) es más bailón, más salsero, más proclive al guanguancó, y mezcla el té perfumadito con el chinchón zaragatero.
Es el norte y el sur de la patria de Luis Candelas. Es un Madrid fascinante, una región de agua gorda que está entre el sainete y Nueva York, con su latido de mundo, con sus razas, con sus pleitos y este alboroto de tambores en medio de la tarde, donde aún hay quien se baja hasta la plaza con un botijo y un bocata que da sed.
A la calle de los chinos le dicen la milla de aluminio, allí se da una economía de mucho fajo en el bolsillo y un trajín de furgonetas que llevan mercancía pobre a no se sabe dónde. El Wall Street de Lavapiés no tiene brokers, sino unos esquineros que vigilan por si llegan los munipas mientras se juegan a las tabas las stock options del negocio, en cuclillas.
Los depredadores de solares han clavado el ojo en esta zona y van comprando pisos a destajo para cuando llegue el día en que Lavapiés, el arrabal castizo, la judería que no fue, el Al-Andalus de Cabestreros, tenga en cada esquina un Burger King. Hasta entonces seguiremos hurgando en los anaqueles de La Librería, echando un vino en La Fisna, templando un gin tonic en el Nietzsche Art And Drinks, mientras la zona ya huele a piqueta y escupen los organillos un chotis tecno de antesdeayer.
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