Miércoles, 7 de febrero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6261.
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Siempre hay peligro para aquellos que lo temen (George Bernard Shaw)
 MADRID
Daiquirí salvaje
Raúl Rivero

Ya debe estar en Madrid el fantasma de Ernesto Hemingway. Un fantasma cansado y retraído, pero contento de regresar a España. Esta vez en sandalias, con bermudas, una gorrita sucia y un camisón de lienzo blanco porque esta ciudad estrena una sucursal del Floridita, el santuario del daiquirí, el bar donde Papa conoció a Lili la Honesta y a Constante Rivalaigua. El sitio donde sublevó el azúcar porque se la quitó el famoso cóctel de hielo frapé y le agregó otra línea de ron blanco para que el viaje fuera más rápido y dejar inventado de una vez el daiquirí salvaje. Esa pequeña catedral de las mieles finales se había abierto en 1817, en el caserón de la esquina de las calles del Obispo y Monserrate en La Habana Vieja. Y la leyenda tuvo que esperar hasta 1918 que llegara Constante, directamente de Lloret del Mar, a hacer la américa, un mago de la coctelería, un señor de la cordialidad que le puso su punto personal al bar y a la bebida. La enorme barra fue orilla de fiesta o de consuelo. Allí bebió lo suyo Cantinflas y Cary Grant, el duque de Windsor y Ava Gardner y el doctor Herrera Sotolongo, médico español, amigo íntimo y consejero del viejo escritor norteamericano descubridor, en 1921, que el Floridita es un estado de ánimo. Para los cubanos es estampa del pasado. Hace años que no pueden entrar porque un solo daiquirí cuesta seis dólares, casi el equivalente al salario medio de un mes. El Floridita de La Habana es tierra ajena, está prohibido para los nacionales. En el de Madrid, no. Aquí seguro que admiten españoles. Salud.

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