Puesto como está el señor Zapatero a despejar España de casticismos, se comprende que haya animado a su ministra para aliviarnos de borrachos y curanderos. Uno se siente borracho de urgencia y, como unas cosas traen otras, el cadáver diamantino de las botellas me lleva al cadáver de mi amigo Stampa, con quien tuve o soñé una noche de hospitales y de ninfas, a la que me remito para averiguar si al abogado le salvó o mató el caballero de las espuelas de oro, como llamara Torres Villarroel a Quevedo y como llaman los cursis a todo el que le pega a la plata de la sed.

Los científicos no tienen claro si el vino es malo o bueno, pero nosotros tenemos oscuro y firme el convencimiento de que con más vino y más libertad hubiéramos escrito mejor. Las jerarquías de mi citado catedrático del bien y el Estatuto fueron las jerarquías del vino y del sentimiento. Situarse en el centro de la plaza de Chinchón es lo que tiene que hacer la señora ministra, como lo hicieran las Titas y las Tessas de Baviera y de Borbón. Porque sentir España es aventura urgente cuando un Gobierno socialista, pero desespañolizador, anda fletando penín- sulas, himnos y nacionalismos.

Todavía alcancé yo a los articulistas con vino, a los columnistas de madrugada, a los españoles que se desayunaban con un vaso de vino y se sabían los toros y los tiempos y el Diccionario Taurino de Don José María de Cossío, catedrático de toreros solitarios y taurinas que han perdido la mantilla camino de Las Ventas, como vírgenes distraídas en el clamor de sus pechos.

Ser o no ser, ésta es la cuestión. Ser españoles de España o nacionalistas de la Moncloa, que han viajado a su pueblo y se han traído la papela. El señor ZP no usa la bandera color de vino y pan, o sea la bandera española, que no sirve para mucho, pero mola cantidad. Cuando un obispo bendice con la bandera del Vaticano, Zapatero aplaude con su Estatuto del vino, que le ha remitido la ministra. Cuando una señora política viste tipo Vogue otra señora ministra replica con un Estatuto nerudiano y comunista. Poco a poco vamos siendo todos unos rojazos de pancarta y volveremos todos al vino por un día para saber por qué dejamos el vino antañazo. El vino, ese vicio de los curas y de los pecadores que tanta sangre de la viña ha aportado a los españoles cuando van perdiendo una guerra cuartelera a la sombra de sus caballos peatonales y al sol de una España que muere por sus Estatutos.