Aunque lo haya dirigido en los últimos tres años (de hecho cesé justo hace unos días), no creo haber citado al Institut Català
de les Indústries Culturals (ICIC) en ningún artículo. No era una cuestión deontológica sino más bien un extraño pudor el que me impedía las referencias al trabajo cotidiano.
Un distinguidísimo líder de nuestras políticas culturales me decía hace unos días que el principal problema del ICIC había sido ir demasiado por delante de las demandas del sector, haciendo caso omiso de nuestra realidad cultural. Aunque no pueda estar más en desacuerdo, me interesa esta reflexión, así que no me queda más remedio que romper una tradición personal.
La opinión de mi amigo podría tener interés si la administración pública catalana se dedicara únicamente a prestar servicios a los agentes culturales o si regulara los flujos económicos a través de operaciones fiscales. Sin embargo, visto en su globalidad, una parte mayoritaria de la vida cultural catalana se realiza dentro de circuitos, infraestructuras u operaciones mayoritariamente públicas.
Hay gente que piensa que la única finalidad del ICIC debería ser la de sortear los difíciles caminos de la burocracia administrativa y disponer, en definitiva, de un instrumento más ágil que las pesadas y antiguas Direcciones Generales. Para ese viaje no hacían falta esas alforjas. Que la administración pública de la cultura está instrumental y jurídicamente anticuada lo sabe todo el mundo.
André Malraux o Jack Lang no pensaban en modernizar sus ministerios, al contrario: se anticiparon a las tendencias existentes para crear nuevos escenarios para la cultura francesa. A nuestra pequeña y reciente escala lo hicieron los municipios catalanes capitaneados por el CERC (Centre d'Estudis i Recursos Culturals) en los años 80.
Si entendemos el presupuesto público como una fuente de recursos multiplicadores, las ayudas de éste al sector privado como una inversión y la información global como una base documental formidable para gestionar el consenso sectorial, el liderato del ICIC en el marco de las políticas culturales catalanas no sólo es necesario sino que también es deseable y convendría juzgar el éxito o el fracaso de su trayectoria por el hecho de haberlo ejercido.
Los momentos de mayor fertilidad de la vida cultural catalana han coincidido con el posicionamiento hegemónico de algunas instituciones.Ocurrió en algunas etapas del Institut de Cultura de Barcelona, del ya citado CERC de la Diputación de Barcelona y, desde mi punto de vista, también en el ICIC. Lo curioso es que esas etapas son de una gran fragilidad y al liderato que ejercen les sucede con virulencia una inevitable conversión en pretendidas y asépticas oficinas técnicas de gestión.
No es difícil averiguar cuáles son las razones profundas de tal retención. La cultura nunca ha gozado de mucha credibilidad entre los políticos hasta el punto de que sus propios líderes, cuando quieren hacer carrera, tienden a gestionarla de la manera más acomodaticia posible.
A pesar de todo, las políticas culturales tienen unas reglas de funcionamiento y afortunadamente son acumulativas. En la cultura no hay atajos ni caminos cortos, los procesos se cocinan a fuego lento y los resultados se notan a medio y largo plazo. Conviene recordarlo ahora, porque alguno de nuestros políticos podría caer en la tentación de utilizarla al servicio de una determinada idea de país. En cualquier caso sería perder el tiempo porque el fracaso estaría, de nuevo, servido.