DANIEL UTRILLA. Corresponsal
Cuando el jerarca comunista Nikita Jrushchov ordenó levantar en 1961 el austero Palacio de Congresos del Kremlin, no podía imaginar que aquel mítico taconeo suyo (zapato en mano) ante la asamblea de la ONU, quedaría eclipsado más de cuatro décadas después en su palacio soviético por otro zapateo, aún más terco y sonoro, el que restalla bajo las suelas de Joaquín Cortés.
Con el patio de seis mil butacas azules atestado por miembros en su mayoría de la nueva élite capitalista, el Palacio de Congresos que antaño acogió los solemnes congresos del Partido Comunista de la Unión Soviética vibró la noche de martes con el espectáculo Mi soledad, que el bailarín español presentó en tierras rusas, donde fue arropado por un público entregado a sus guiños que también despilafarró aplausos.
Cientos de espectadores pertenecientes a la clase opulenta de la nueva Rusia poscomunista pagaron con los ojos cerrados entradas de hasta 12.000 rublos (350 euros) para ver de cerca al divo latino, que compareció con vestuario de Jean-Paul Gaultier. Como ya ocurrió en los conciertos de Enrique Iglesias o de Madonna (600 euros por la entrada más cara), las entradas se dispararon hasta cotas astronómicas en Moscú, donde los multimillonarios tienen por arrogante costumbre no preguntar lo que valen las cosas.
Enriquecida durante la caótica transición al capitalismo, la élite opulenta y manirrota de los millonarios rusos (88.000 en toda Rusia) apunta muy alto cuando toca derrochar, sobre todo en actos públicos.
«Mira qué culo», le susurra una joven rubia a su compañero nada más arrancar el espectáculo, con Joaquín Cortés desnudo acurrucado sobre la tarima roja, marcada como lomo de res por tres ejes luminosos con forma de H. El público femenino se desató a la par que lo hizo la camisa de Joaquín Cortés que, con pantalón negro entallado, se metió en la piel de ese seductor latino «que parece un galán de culebrón mejicano», como lo dibujó el diario local Nezavísima Gazeta.
Incapaces de reprimir los aplausos, que solapaban por momentos el palmeo flamenco en medio del espectáculo, voces sobre todo femeninas («¡bravo!», «¡guapo!») prorrumpían en medio del taconeo cuando Joaquín Cortes ultimaba alguno de sus torbellinos atronadores. Muchos espectadores grababan con pequeñas cámaras digitales los compases más espectaculares del príncipe del flamenco, que danzó reflejado por dos pantallas gigantes que convirtieron el escenario en un gran tríptico.
Con su redoble de tacón, Joaquín Cortés marcó el territorio sobre un escenario donde ya había actuado hace un año invitado por la mítica bailarina rusa María Plisétskaya, con la que bailó en una insólita composición durante la gala por su 80 cumpleaños.
Joaquín Cortés estuvo bien acompañado en su soledad. Rodeado de sus 18 músicos y cantaoras, el versátil bailarín fue agasajado al final con ramos de flores en medio de una larga ovación mucho más auténtica que aquellas que durante décadas recibieron los hieráticos mandamases de la clase obrera. Ni siquiera los que pataleaban en la ONU.
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