JAVIER VILLAN
El arquitecto y el relojero
Autor: Jerónimo López Mozo. / Dirección: Luis Maluenda. / Intérpretes: Antonio Canal, Gary Piquer y Juan Carlos González. / Escenario: Galileo Teatro.
Calificación: ***
MADRID.- Corre el riesgo El arquitecto y el relojero de que una apresurada apreciación la coloque en el mismo cesto de esa atolondrada memoria histórica zapaterina que no satisface ni a los unos ni a los otros; y que, en cambio, alborota el avispero histórico y emocional. Esta obra es algo más que una coyuntura política o electoral. Es el alma acusadora de las cosas, la persistencia terca de su significado, como los barracones de Auschwitz o los despojos de los judíos gaseados: memoria del horror. Los edificios son seres vivos que guardan en sus entrañas el alma de quienes los habitaron: odios y amores, caricias y torturas.
Hace más de 30 años, pensando en algo parecido al edificio de esta obra, publiqué un poema que, entre otras cosas, decía: «¿Quién sabe de la sangre vertida en los rincones de los oscuros cuartos?». Graffitis en la pared de una celda, una baldosa con restos de sangre reseca, una barra de hierro también ensangrentada. Una máquina de escribir depositaria de una confesión arrancada entre gritos: pequeñas cosas de una gran historia; acaso la máquina que, arrojada por un torturador iracundo contra la cabeza de Antonio Gamero, el actor, lo dejó sordo de por vida.
López Mozo pertenece a una generación emparedada entre el fulgor heroico del realismo político de los años 50 y las nuevas corrientes de la modernidad democrática. Su carácter de compromiso y denuncia, formalizado en la ruptura de los cánones del realismo mostrenco, los dejó a la intemperie de todos los vientos, dictatoriales o democráticos.
El arquitecto y el relojero es una obra sólidamente construida, con un temblor lírico de sombría historicidad, que se enfrenta vigorosamente a esa memoria de las cosas, que impide el olvido de las atrocidades y que levanta acta de un estado policial. Revive el clima siniestro del franquismo, aunque arranca como erudita controversia entre la nueva y vieja arquitectura, entre restauración fiel y demolición casi absoluta.
Pero esa controversia encierra una idea política: borrar del edificio de la Dirección General de Seguridad toda huella de su historia atroz. Las máquinas excavadoras sólo dejan en pie la fachada; o sea, una realidad virtual que niega la existencia de celdas, de ventanas por las que se arrojaba a algún detenido (referencia a la defenestración de Grimau), de rejas e instrumentos de tortura. Este plano metafórico, junto a los toques pirandellianos, que rompen todo esquema documental, unido al vigor de las interpretaciones de Antonio Canal -irreductible en su conciencia- y Gary Piquer -el arquitecto esteta-, podría prestarse a una estética alternante entre el minimalismo y un expresionismo sórdido. Luis Maluenda lo resuelve prácticamente, con una proyección de vídeos.
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