Jueves, 8 de febrero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6262.
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El hombre de otra vida
SILVIA GRIJALBA

El día que Andrea se acercó a su mesa, se sentó en el borde, se inclinó hacia ella un poco más de lo normal y le preguntó si quería acompañarle al concierto de Ute Lemper en el Teatro Real, Arancha estuvo a punto de desmayarse. Antes de responder «sí, claro, por supuesto, faltaría más, ¡gracias Dios mío!», respiró hondo, miró alrededor para ver si aquello era una broma y el resto de los compañeros estaban mirando de reojo y conteniendo la risa, evitó la mirada directa de Andrea para no sonrojarse demasiado y respondió, haciéndose la interesante: «Bueno, no sé, ¿cuándo es? ¿el jueves?... ummm, sí, creo que puedo arreglarlo».

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Andrea era el hombre perfecto. No el yerno perfecto, ni el padre perfecto, ni el marido perfecto... sino ese tipo de ser humano masculino que tiene todos los ingredientes (incluido el de ser lo que las madres llaman «poco recomendable») que a Arancha y al 95% de las mujeres heterosexuales les podía hacer perder los papeles. Ella no podía creerse que el hombre más deseado de la oficina la estuviera invitando a ir a un concierto. Por muchas vueltas que le daba, no había truco. Sí, Andrea Alighieri parecía interesado en ella.

Las primeras semanas fueron de una alegría angustiosa para Arancha. Estaba feliz porque Andrea, encima, era encantador, inteligente, sensible... y todo lo demás, pero tenía la sensación de que cada cita iba a ser la última.

Fueron pasando los meses y cada vez la relación era más sólida. Llegaron a ese momento en el que ya no se llamaban para quedar. Arancha estaba más tranquila, pero tampoco las tenía todas consigo. Ella lo achacaba a su falta de autoestima. Y aunque se repetía una y otra vez lo que le decían sus amigas («si está contigo es porque te quiere, nadie le obliga»), Arancha, en el fondo, se pasaba el día pensando que Andrea iba a dejarla.

También era cierto que determinadas señales (que no la llevara a las citas familiares, que cuando la presentaba jamás decía que era su novia o su chica...) no la tranquilizaban precisamente. Así que el día que él le dijo que tenía que hablar con ella fue un alivio. Por fin había llegado lo que llevaba casi un año esperando. Ya estaba, fin, se había acabado, su pesadilla se había hecho realidad.

Pero no, para espanto de Arancha, la felicidad agónica no terminaba. Andrea empezó a hablarle de la libertad, el espacio, la identidad y cuando ella estaba a punto de decirle: «sí, no te preocupes, ya sé que es culpa tuya y no mía y que tu espacio es muy importante, no pasa nada, cortamos y ya está», Andrea le salió con que por nada del mundo quería dejar una relación tan maravillosa, que ella era la mujer de su vida y que lo único que quería plantearle era que deberían mantener una relación más abierta. Que de vez en cuando podían salir por separado y que si alguno conocía a alguien y pasaba una noche con esa persona, pues no pasaba nada, que el sexo y el amor no eran lo mismo.

Arancha no sabía cómo reaccionar. Después de pensar un momento, de intentar controlar la taquicardia y de secarse el sudor frío, estuvo a punto de responder que sí, claro, lo que fuera. Más valía tener el 50% de Andrea que nada... pero siguió callada un momento más. Diez minutos antes, cuando pensaba que Andrea iba a romper con ella, había sentido una tranquilidad, una paz, que no había tenido desde que empezó a salir con él. Tragó saliva, le cogió de la mano y le dijo: «No, Andrea, creo que debemos dejarlo. No es culpa tuya, soy yo, pero podemos quedar como amigos». Le dio un beso y, por fin, descansó en paz.

silviagrijalba@mixmail.com

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