Jueves, 8 de febrero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6262.
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Los jueces
MANUEL HIDALGO

No se puede imaginar que los jueces sean sabios y justos nada más, técnicos de la ley, inodoros e insípidos, sin ideas propias e impermeables a las corrientes de opinión que circulan por la sociedad. Pero de eso a que se conviertan en terminales y peones de los partidos, en calco preciso e interesado de la aritmética parlamentaria, hay un trecho largo, perfectamente recorrido en nuestro actual sistema.

La separación de poderes, clave de la democracia, es una ilusión óptica. Los partidos no quieren sustos ni sorpresas cuando gobiernan y aceptan, hoy por ti y mañana por mí, que órganos judiciales definitivamente decisorios sean prolongaciones exactas de sus fuerzas en juego. Mejor -deben pensar- hacer manejos puntuales y concretos sobre procesos y piezas reconocidas y reconocibles que someterse a la incertidumbre de sentencias y fallos dictados por elementos no contrastados, por esa quimera aparente que serían jueces independientes y prestigiosos designados en su totalidad, mediante combinaciones que difuminaran sus presuntas inclinaciones, por instancias académicas y profesionales.

Cuando un ciudadano particular se somete a un juez en un pleito no tiene la menor idea de si le es o no afín, y esté o no de acuerdo con su veredicto, su decisión se le presenta como resultado de unas leyes que no tiene más remedio que considerar como objetivadoras de su caso. Los partidos y los gobiernos no están en la misma situación ante los más altos tribunales, pues sobre sus causas hay indicios de resolución en uno u otro sentido sólo por la configuración que, mediante su mano, tales tribunales han adquirido. La relación entre Ley y Justicia se vuelve así más difusa que nunca, y la tercera pata de la democracia se revela no como autónoma y dialéctica respecto a las otras dos, sino como su apéndice.

No creo que pueda ser otra la percepción que los ciudadanos tengamos hoy de la Justicia con los ejemplos recientes de De Juana Chaos y Pérez Tremps, percepción que se vuelve angustiosa y ojalá que indignada cuando vemos que partidos y periódicos afines se reprochan sin sonrojo unos a otros las mismas maniobras que, en otros momentos, hicieron a la inversa. En definitiva, y por abreviar, el tipo de maniobras que hacen siempre en función ocasional de la propia conveniencia.

Sin resolver el problema de fondo, los ciudadanos podemos también alinearnos con unos o con otros en estas batallas de ajedrez, de modo que partidos, jueces y ciudadanos formemos parte de una misma cordada frente a la cordada opuesta. Es el modo ideal de que opiniones, ideologías, intereses y tendencias prevalezcan frente a principios y leyes, de manera que los primeros sacrificados por tales posicionamientos somos nosotros mismos, es decir, la Justicia y la seguridad jurídica que nos amparan ante los poderes y nos igualan entre nosotros.

Acatar una Justicia así es inevitable, pero respetarla en lo profundo y no criticarla parecería de necios o esclavos. El Derecho no puede consistir en sumar y restar. Incluso no se entiende bien que se aplique mediante votos.

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