Viernes, 9 de febrero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6263.
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 CULTURA
GALERIA DE IMPRESCINDIBLES / TINTORETTO
La obsesión por el trabajo
Antológica del pintor veneciano en el Museo del Prado
MANUEL HIDALGO

El crítico Juan Antonio Gaya Nuño dejó dicho que «Venecia es uno de los pocos parajes del orbe donde se vive con alegría y se muere sin tristeza», excepción hecha, cabe añadir, del Gustav von Aschenbach de Luchino Visconti, destiñéndose a churretes en la playa ante un Tadzio tan inalcanzable como el horizonte.

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El experto español recomendaba vivir y pasear la ciudad «anfibia», y eludir un atracón de Tintoretto en el Palacio Ducal y en la Escuela de San Rocco, que te dejaría, según él, tan saturado como para hacerte enfermar. Mejor ver a Tintoretto -opinaba arriesgadamente- en las razonables dosis del Louvre y del Prado, lo cual, se juzgue como se juzgue, apunta a la fruición y al frenesí con los que Tintoretto llenó de cuadros las paredes de Venecia. No vivió para otra cosa.

Jean-Paul Sartre, sin embargo, desoyó anticipadamente este consejo y, desde su viaje a Venecia de 1933, cayó en la intensa trampa de Tintoretto y se pasó luego 10 años escribiendo sobre él, acumulando textos para un estudio y una biografía finalmente inconclusos, pero reunidos en un libro titulado Tintoretto o el secuestrado de Venecia. El artista, en efecto, nacido en 1518 y muerto a la edad de 75 años y ocho meses, no abandonó su ciudad natal salvo una sola vez, en 1580, para visitar Mantua y supervisar la instalación de unos lienzos que había pintado para un palacio.

Sartre analizó y glosó el uso y la expresión del espacio, del tiempo y de la luz en Tintoretto, pero, sobre todo, creyó ver en sus cuadros la horma de su zapato: la angustia existencial. El filósofo francés exprimió la idea de la pesadez -o la pesadumbre- en los cuadros del veneciano y detectó en él la obsesión por la caída, apoteósicamente manifiesta en San Marcos libera al esclavo, la primera gran obra de encargo de Tintoretto, con esa figura suspendida en el aire en trance de abatirse sobre un yacente desparramado, en torno al cual se agita un torbellino de personajes en movimiento tan frenado como descoyuntado, rasgo típico de la imaginería del pintor, que, al parecer, modelaba figuras en cera o colgaba de los techos a sus modelos, contorsionados, para, a la luz de las antorchas de su estudio, copiar fielmente sus retorcidas siluetas. De ahí, y de sus azules y amarillos, sale buena parte de El Greco, que lo admiró en vivo y en directo.

Giacopo Robusti -ahora Comin-, Tintoretto, hijo de un tintorero de la seda, se formó prácticamente por su cuenta, tras un breve paso, a la edad de 12 años, por el taller de Tiziano. Se sigue investigando si es verdad que el autor de Carlos V, a caballo, en Mühlberg, sintió celos súbitos del talento de su aprendiz y lo empujó prematuramente hacia la puerta de su taller, propiciando el autodidactismo de Tintoretto, que se estableció por su cuenta como maestro cuando no había cumplido aún los 21 años.

Admirador del dibujo de Miguel Angel, Tintoretto queda enclavado en ese concepto tan feo y hoy equívoco del manierismo, en su versión veneciana y de madurez, compartida con Veronés.

El pintor destaca definitivamente con el cuadro antes citado, encargado por el decano de la Escuela de San Marcos, hombre influyente, con cuya hija, Faustina Episcopi, Tintoretto se casa en 1550. ¿Braguetazo? No se sabe muy bien a quién conoció antes: si al padre o a la hija.

La pareja tuvo ocho hijos, lo cual no es mucho si consideramos que el pintor había tenido 20 hermanos, que se dice pronto. El primogénito murió pronto. Dos niñas se metieron a monjas, como era lo propio. Y otros tres vástagos -Domenico, Marco y Marietta- fueron pintores y ayudaron al padre en su taller. En El Prado, hay cuadros de Domenico y de Marietta, conocida como la Tintoretta, la favorita del padre, varias veces retratada por él, con un pecho al aire en alguna ocasión.

Esta Tintoretta -a la que el padre vestía de zagal para hacerla pasar por varón y llevarla consigo en sus salidas- fue muy cotizada y recibió muchos encargos en su breve apogeo. Se casó tardíamente con el hijo de un joyero y, desafortunadamente, murió a los 30 años en su primer parto. El padre no levantó cabeza y falleció cuatro años después, tras 15 días de fiebres. Están enterrados juntos en la iglesia de Santa María dell'Orto, barrio humilde en el que tuvieron su última casa.

Tintoretto, hombre muy religioso, trabajó siempre como un estajanovista, sin despreciar los encargos de la burguesía local y de las instituciones, atento a los concursos hasta dar la nota -como hizo cuando se presentó con el cuadro de San Roque en la gloria acabado y no en boceto, como exigía la convocatoria-, con la furia y la presión que, a veces, reflejan sus pinceladas a medio rematar, en las que Velázquez bien pudo inspirarse o confirmarse. Mandado por Felipe IV a comprar buena pintura a Italia, Velázquez adquirió, con su buen ojo, varios cuadros de Tintoretto y fue el responsable, en su día, del traslado de El lavatorio a El Escorial.

El lavatorio es, precisamente -y con La última cena-, una de las estrellas de la actual exposición, como lo es, por otra parte, cada día del año en las paredes del Prado. He ahí, y como en El Paraíso, con su gigantesco formato panorámico, la invención, mucho antes que el cine, del scope. Una amiga muy culta que tengo me sopla, por cierto, que El lavatorio, con su profundidad de campo y todo, estuvo ejecutado para ser visto no frontalmente, sino desde nuestra derecha, el mejor modo de apreciar la perspectiva y el famoso aire que circula entre sus figuras.

Como el año pasado hice, por fin, parte de mis deberes y me estudié el tocho de Ernest Gombrich, terminaré citando una frase que el vienés recoge del más célebre detractor de Tintoretto, el crítico florentino Giorgio Vasari, contemporáneo suyo: «Sus esbozos son tan rudos que los trazos de su lápiz revelan más vigor que reflexión, pareciendo obedecer a la casualidad». Dicho sea por decir algo malo del veneciano. De todas maneras, lo del vigor está más que claro, pero lo de la casualidad es difícil de tragar en un artista que, entre otras cosas, buscaba e incluso rebuscaba tanto sus composiciones.


DOS DELANTE

TERESA, MISTICA. Los obispos, mediante un portavoz, han hecho un comentario crítico -ponderado, en las formas- sobre la película Teresa. El cuerpo de Cristo, de Ray Loriga. La película ya tiene, pues, una efectiva e inesperada publicidad gratuita, como antes sucediera con películas de Godard o de Scorsese.

DIVINO Y HUMANO. Al parecer, sólo la Iglesia no entiende o separa las analogías y concomitancias que hay entre el amor humano, carnal, y el amor divino, espiritual, y sus correspondientes éxtasis y arrebatos. Recomendación para el finde: releer con la mejor intención el Cántico espiritual, de San Juan de la Cruz.

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