Borja Hermoso
Habrá constatado el personal la inagotable proliferación de prohibiciones que mueve el mundo y, por lo tanto, puesto que está en el mundo, aun siendo muy marciana, esta ciudad de nuestras entretelas. Prohibido darle al tarro en Dos de Mayo: bien. Prohibido fumar en zonas de no fumador: hay como cierta fauna que se las da de noctámbula y canalla a la que esto le parece fatal, pero a mí, desde entonces, la ropa y el pelo me huelen menos a choto adobado. Prohibido circular por Embajadores si no vives en Embajadores: no se cabe. Prohibido aparcar en doble fila: tapas al que viene. Prohibido mear en los árboles o, en su ausencia, en farolas y señales de tráfico: huele y hace feo. Prohibido colarse en un cóctel y espetarle a la señora presidenta Aguirre algo así como «es usté una sinvergüenza por decir que no le llega para tirar hasta fin de mes»: es grosero. Mucha prohibición. Vivimos en un prohibido esto, lo otro, prohibido lo de más allá.
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Hay peña que no soporta el letrerito Prohibido. Suelen ser los mismos que se las dan de libertarios y acaban en liberticidas. Los que fuman y te echan el humo a la jeta; los que no saben hablar porque alguien les explicó que eso no se hace, que lo molongui es gritar. Los que se orillan en la doble fila como chulos del barrio mientras te miran con ojos de killer, y haciendo más o menos el mismo uso del intermitente que el que César Vidal hace de la gracia y la cordura. Los que defienden el botellón cuales Agustinas de Aragón contra el poder imperialista, hasta que una noche van a cenar a casa de unos amigos que viven en una calle con botellón y entonces se convierten en fieras irredentas capaces de exterminar a la adolescencia entera.
Pero prohibir es necesario, prohibir es bueno, hasta indispensable. Voy a ir más lejos: habría que prohibir más, pero también mejor. Hay much@ mastuerz@ suelt@ y nadie nos garantiza la tranquilidad si no hay palo. A estas alturas, el lector ya se habrá dado cuenta de que ésta es una columna desagradablemente reaccionaria, antijuvenil y carca como un señor de esos que sueltan sin parar lo de «eso lo arreglaba yo en dos patadas». Que prohíban escupir por la calle, salvo a los que tengan mucho catarrito y lo documenten. Que prohíban hablar tan alto en los bares. Descalzarse en los cines. Sacarse mocos y lanzarlos donde pille, porque si te pilla a ti es descorazonador. Asediar al viandante con papelitos anunciando locales de comida rápida donde uno nunca va a comer. Tirar mierda al suelo (Madrid, por mucho que sea la suma de todos y la proa de Europa, está asquerosa). Llevar según qué jerseys. Que se prohíba a los taxistas hablar de Jiménez Losantos durante el trayecto. Leña al mono, con perdón. Necesitamos caña. Menos anarquía de salón y, hasta que se demuestre un cambio social, prohibicionismo a tope, hombre. Prohibido decir «prohibido prohibir».
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