FRANCISCO UMBRAL
El suicidio de Erika Ortiz es un suicidio generacional. Todos los suicidios juveniles lo son. Siempre que aflora un vértigo joven se expresa en romanticismo, este romanticismo que apareció a finales del siglo XX, con música y muerte, es una manera de ser sólo apta para la última generación, la que participa de Erika Ortiz y otras heroínas sociales, populares, desde las hijas de Rainiero hasta las hijas del señor Ortiz, pasando por la Princesa de Gales, víctima de un accidente con ademanes de suicidio.
La juventud está viviendo una vida nocturna y descontenta porque la calidad de vida que nos procura la publicidad no acaba de convencer ni ilusionar a nadie. Ellos se habían montado otra vida, una cosa al margen de los grandes almacenes, procurando huir del aburguesamiento de sus padres, pero el consumo busca consumidores y entra a todo trapo, a destajo y con maneras violentas, en los paraísos artificiales y las iluminaciones en la sombra. Es cuando la adolescencia se siente atropellada y reacciona contra sí misma, más allá de la costumbre y de la última farmacia de guardia. Esto hace posible que siempre amanezca una Erika de nombre extranjero y de cuyo suicidio cabe dudar porque la chica, como todas las chicas, tenía dos puertas giratorias, el suicidio y la velocidad.
Es dudoso el resorte último que ha llevado a Erika a esta fórmula indecisa, pero el planteamiento, ya digo, es novelesco y romántico, una verdadera interpelación al destino que ya practicaron otras bellas, empezando por Marilyn Monroe, víctima de la calidad de vida americana. Esta calidad de vida es más cantidad que calidad y pronto descubre las fórmulas urgentes de su oferta, o sea un atractivo provisional con un aire deliciosamente provisional, también. Los funcionarios siguen muriendo de uno en uno, ordenadamente, pero quienes no alcanzan ninguna función bien pagada suelen morir en generación, como hemos dicho, porque ya desde los hippies han vivido en colectividad silvestre, y eso es fortificante en el campo, pero se hace intolerable en su variante underground.
Los políticos deliciosos, como digo, nos hablan todos los días de lo bello que es vivir, pero están confundiendo belleza con oferta y delicia con éxtasis. Se trata de una de- licia mercantil que consiste en superarnos a nosotros mismos en la compra de lo innecesario y en la venta de la propia imagen. Por eso toda muerte joven y antici- pada suscita siempre una reflexión de las masas sobre la cantidad y calidad de todas esas libertades que la juventud disfruta y acaba pagan- do con una muerte inesperada. El joven ya no muere de la tisis romántica sino que muere de ahora mismo y los infartos que cuaja el ahora mismo.
No vale, ante la bella Erika Ortiz, hacer literatura ni narrativa ni con pie de música; no vale el vibrante Volver de Penélope Cruz ni el cinismo magistral y prematuro de Camera café, porque la voz de Penélope es de otra y en Camera café encontramos a ese Humphrey Bogart de oficina que es Arturo. No hace falta escanear la biografía de Erika Ortiz para deducir que en su vida y en su muerte no hay sino ingenuidad, una ingenuidad de 31 años, y en su muerte conocemos la muerte casual, la muerte con pamela roja que ronda siempre los grandes entierros y las grandes bodas.
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