Steven Soderbergh consiguió precozmente en la muy atractiva Sexo, mentiras y cintas de vídeo que el cine independiente se infiltrara con éxito notable en los circuitos comerciales, pero a partir de ahí la taquilla se negó durante una década a bendecir sus proyectos.
Consiguió sobrevivir y también un encargo al exclusivo servicio de Julia Roberts en Erin Brockovich, y su triunfo le demostró asimismo que estaba capacitado para hacer películas al gusto de Hollywood. Desde entonces alterna como productor y director el cine de fórmula segura con las películas arriesgadas o experimentales que a él le gusta hacer y ver. Ambas facetas, la artística y la comercial, se juntaron armoniosamente en la espléndida Traffic.
Con El buen alemán Sodebergh asume el peligro de hacer una película en blanco y negro, aunque se cubra con el seguro que representa la presencia estelar de George Clooney, pretendiendo homenajear y revivir el cine clásico y muy negro.
Como propuesta es más que interesante, la realización es primorosa, la ambientación de la devastada Berlín de 1945 revela el cuidado, el rigor y la cantidad de pasta que se han gastado, la mezcla de documentales reales sobre la conferencia de Postdam y de la ficción consiguen un realismo potente, los diálogos y personajes están pensados y trabajados, los protagonistas y los secundarios son de primera clase.
Constatando tantas virtudes lo lógico es que el resultado final diera lugar a una película sólida y emocionante, intensa y veraz. Pero lamentablemente no lo es. Detrás de esa factura impecable no late auténtica vida sino una molesta sensación de manierismo, de impostura brillante, diseño espectacular pero falto de alma.
El buen alemán posee muchos elementos para conmoverme pero me deja frío. Percibo continuamente las intenciones y la metodología de su creador, su actuación de cara a la galería, nunca me acabo de creer lo que cuenta. Desprende inteligencia, pero también cálculo, escepticismo, frialdad aunque esté recreando pasiones, un sufrimiento y una angustia que sólo existen sobre el papel, que no consiguen traspasármelos.
Para entendernos: quiere ser como El tercer hombre, Berlín Occidente y Casablanca pero en vano. Aquí no te trasladan a la atmósfera de aquellas imborrables Viena, Berlín y Casablanca, todo el rato sabes que estás en un cine, no te implicas, no te introduces en su pretendida complejidad psicológica y en su violencia.
Y no falta de nada en el argumento. Hay una puta con pasado intenso y un hombre que no ha podido olvidarla, hay enigmas y crímenes, hay corrupción y buitres, hay sentimientos sugeridos e intensos, hay persecuciones y despedidas en aeropuertos neblinosos. Pero todo ello me suena a excesivamente preparado aunque el ornamento sea de lujo, a la sensación de que su inteligente autor se ha pasado esta vez de listo.
No es lo mismo actualizar un juguetito ingenioso como La pandilla de los ocho, algo con lo que Sodebergh se ha forrado en sus Oceans, que transmitir el espíritu de un tipo de cine maravilloso e irrepetible. Esta película te puede deslumbrar epidérmicamente a ratos, pero no te remueve nada y la olvidas pronto.
Si El buen alemán resulta un poco decepcionante, llega a adquirir categoría de manjar al compararla con las restantes perlas que ha ofrecido en esta jornada la Sección Oficial.
Por mucho que intenten explicarme los modernos más retorcidos y sofisticados la originalidad y el magnetismo que habitan en el cine de su adorado director coreano Park Chan-Wook, sigo sin percatarme de las razones de esa fascinación. El título de su última tontería, Soy un ciborg, pero no me importa, es significativo y aclaratorio, funciona como una declaración de principios.
Todo es mentalmente diarréico y narrativamente gratuito en este intento de fábula que se desarrolla en una clínica psiquiátrica. Ya sé que esos tenebrosos lugares pueden dar mucho juego dramático como evidencian Corredor sin retorno, Alguien voló sobre el nido del cuco y Lilith, pero no es el caso de esta tediosa y exótica majadería.
La brasileña El año en que mis padres se fueron de vacaciones es tan simple como convencional. Ambientada en el Brasil eufórico ante el Mundial de fútbol de 1970 describe la estupefacción y supervivencia de un crío supuestamente encantador al que sus fugitivos padres han tenido que abandonar en el barrio de judíos ortodoxos del abuelo paterno. No entiendo qué tipo de criterios surrealistas guían a los organizadores al seleccionar algo que no despierta frío ni calor, adhesión ni rechazo.