Sábado, 10 de febrero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6264.
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Crónica desde el infierno
GUILLERMO GUTIÉRREZ. Especial para EL MUNDO

CATANIA (ITALIA).- No sé cómo debe ser una guerra, y espero no saberlo nunca, pero la angustia puede ser similar a la que sentimos un grupo de españoles en las gradas de Catania durante el partido ante el Palermo. Llegamos sobre las 16.00 horas, con tiempo. Me acompañaban Iñaki, Willy y José. Buscamos entradas en las taquillas, en la reventa, pero para nosotros, pobres becarios extranjeros, eran demasiado caras. Entonces nos miraron, incrédulos, y dijeron: «¿Qué pregunta estáis haciendo? ¡Aquí se entra gratis!». Al poco tiempo, estamos rodeados por cientos de hinchas que empujan las puertas violentamente. La policía carga. Una, dos veces... A la tercera, no pueden más y entra la riada en el estadio. Llevan de todo: cuchillos, botes, palos, bengalas... Un joven nos ofrece su navaja para abrir una cerveza. Al decirle que no, se la guarda en la zapatilla y pasa a la grada.

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Una vez dentro, nos colocamos en la Curva nord, donde se sitúan todos los ultras del Catania. Dos de ellos, encapuchados, tapan las cámaras de seguridad del estadio con bolsas de basura.

Durante toda primera parte, infinidad de petardos llamados carta bomba, con más de 200 gramos de pólvora -idénticos al que lanzaron al coche del agente fallecido- explotaban en la parte inferior de la grada, a la vez que numerosas bengalas inundaban todo de humo.

El primer tiempo pasa entre cánticos e insultos a los rivales. Durante el descanso, oímos que fuera se está liando una buena. Nos asomamos desde lo más alto del estadio y vemos cómo la policía carga y los aficionados responden con todo tipo de objetos. «Menos mal que estamos dentro y no fuera», pensamos.

En la segunda parte, y tras el gol del Palermo, entran sus aficionados. Les cae de todo: piedras, petardos, bengalas... Suerte que una malla metálica les protege. Segundos después, una especie de cohete cae en la grada en la que estamos. La gente empieza a correr. Nos caen más y empezamos a tener dificultades para respirar. ¡Pero si no son bengalas! ¡Es gas lacrimógeno! La visión empieza a ser borrosa, la gente empieza a llorar, algunos sangran por la nariz. Varios pierden el conocimiento. Se desata el caos y el pánico. Puede pasar cualquier cosa.

Intentamos subir a lo más alto del estadio para huir del gas. No hay que separarse. Hay que empujar y pisar, si hace falta, para salir de ahí. Alcanzamos la cima y entonces el partido se suspende, porque el gas ha llegado al césped. Llamamos a nuestros compañeros, desperdigados en la huida. Están bien.

Desde arriba se contempla la batalla, tanto la que sucede fuera del estadio como la de la grada inferior. Allí, un tipo está dando golpes contra la mampara que separa la grada del césped. Sus manos sangran. Los servicios médicos abren un acceso para pasar a atenderle, pero numerosos aficionados entran detrás de ellos, a golpes, hasta que la seguridad del campo consigue cerrar el acceso.

Fuera del estadio un joven, a nuestro juicio menor de edad, golpea sin piedad a un antidisturbios con una cadena de moto. Más atrás, un grupo de radicales lanzan piedras, palos de hierro y todo tipo de objetos contra otro grupo de policías. Los coches de las fuerzas de seguridad empiezan a dar giros de 360 grados en mitad de la multitud para dispersarla. En ese momento, me pregunto si la actuación de la policía ha sido correcta, porque al lanzar gas a la grada ha extendido la pelea, que estaba fuera, dentro del estadio, y ha provocado las avalanchas.

Llamamos a Jesús, un compañero, para decirle que nosotros de allí nos vamos. Está en el servicio y me contesta: «Tío, estoy en el lavabo con Lorenzo. Acaba de estrellarse un furgón de la policía en la puerta, creo que es para que no salga más peña fuera. Aquí hay uno que está rompiendo el lavabo y se lo está lanzando al coche». Le decimos que salga como pueda, hay que irse ya. Entre empujones, intentamos llegar a una de las escaleras que daba a la grada inferior y, de allí, a la salida del estadio. Por el camino, vemos a todo tipo de gente. Un padre le dice a su hijo: «Questo non é calcio», otros cubren a su pareja, muchos salen sangrando o en brazos de sus compañeros, desfallecidos.

En la puerta, nos preguntamos si hemos hecho bien, porque la calle es una batalla. Un grupo de salvajes corre hacia un lado para arremeter contra el policía. Llevan barras de hierro, cadenas y piedras. Vemos pasar al mismo chico de la cadena que antes arremetía contra un policía. Hay que ir en dirección contraria.

En la parte oeste del estadio, por donde se accede a la tribuna, vemos gente que intentar salir del estadio desesperadamente. Los vigilantes no les dejan, por seguridad. Los aficionados les obligan, a patadas. Los vigilantes no pueden más y deciden abrir todas las puertas para que la gente salga. Pero en ese momento, una turba de radicales va hacia las puertas. Las intentan cerrar de nuevo, pero no pueden. Es imposible. Entran en el estadio con sus armas. Detrás los antidisturbios. Huimos a la carrera. Nos alcanzan algunos objetos. Intentamos ir hacia el centro de la ciudad, pero muchas de las calles colindantes con el estadio están cortadas e incluso hay grupos de policía para que nadie pase.

Buscamos una calle libre para salir de toda la trifulca que se había formado, ya definitivamente dentro y fuera del estadio. Por el camino vemos motos tiradas sin cadenas, gente sangrando por los golpes, policías, aficionados y otros que se incorporan tras ser llamados por los ultras para llegar a tiempo a la pelea.

Una vez fuera del peligro en los alrededores del estadio y de la bronca, nos enteramos de que el partido, que se había suspendido por los altercados tras el descanso, se reanuda, pero nosotros ni nos planteamos lo de volver al estadio y, por consiguiente, al peligro. De vuelta a la civilización, nos paramos en una casa de apuestas para ver lo que quedaba del encuentro. El Catania marca el gol del empate y el estadio se llena de gritos y alegría. La grada donde estábamos nosotros es enfocada por la cámaras de televisión, los ultras la están liando otra vez, han encendido decenas de bengalas y el humo ha llegado al césped otra vez. El partido se suspende. Ahora sí, nos vamos para casa.

La noche.

Durante las siguientes horas los incidentes continúan. Nos enteramos, por la televisión, de la muerte del inspector Filippo Raciti a causa de un golpe con una piedra que le destrozó el hígado. Le tiraron después una carta bomba en el coche. Me acuerdo de las que caían en el estadio. También dicen que han detenido a un centenar de personas, la mayoría de ellos menores. Me viene de nuevo a la memoria el chaval que aporreaba con la cadena de una moto a un policía.

El domingo, 4 de febrero, se celebra el funeral del agente Raciti. A toda Catania le invade un sentimiento de vergüenza. Conozco a mucha gente y sé cómo se siente. Miles de personas acudieron al funeral, y al siguiente día al entierro en el que su hijo iba vestido con el uniforme de la policía. Es evidente que la mayoría no conocía personalmente a Raciti, pero fue por expiar la ignominia que invadía a esta población siciliana.

Como extranjero, como español, lo siento mucho por ellos. He de decir que no todos los hombres y mujeres de Catania, en la que vivo y en la que me han acogido como uno más, está representada por estos radicales. Personajes a los que realmente no les gusta el deporte, en este caso el fútbol, pero que lo utilizan para armar bronca o, lo que es peor, para matar a otros impunemente.

Guillermo Gutiérrez es estudiante de Publicidad y trabaja becado en Catania.

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