Los jueces han medido el ruido con los huevos fritos y las puñetas, y han dicho: no más de 55 decibelios en una de las islas afortunadas. Consideran en sentencia que el sosiego es uno de los derechos humanos, incluso cuando hay luna llena y Africa baila. El alcalde de Santa Cruz denuncia que unos Carnavales que tienen más de 200 años han sido mutilados. Con una mojiganga con la que no ha podido ni el hambre, ni la emigración, ni la Guerra Civil, ni la dictadura, ha podido un juez. A los magistrados les es imposible procesar al silencio. Ya dijo alguien que lo más terrible de las sirenas y de los indios no es su canto, sino su sigilo.
En España hablamos, reímos y bailamos alto, y eso que ya no hablamos desde el fondo de un pozo. Los pájaros visitan al psiquiatra, no sólo en Madrid, y hasta la muerte camina en ambulancias estridentes. Pero también es cierto que un rompiente de moralismo, de prohibiciones y puritanismo acosa a los contribuyentes que no pueden ni plajear ni comer tocino, y con el tiempo tampoco podrán pegarle al zumo de uva, aunque gracias al zapaterismo podrán vestirse de dominó y de Cleopatra.
Allá donde la mar océana talla cinturas con donaire y cuellos de garza, el bipartidismo en plena corrupción, de Don Carnal y Doña Cuaresma, Don Repollo y Doña Berza, se han enredado con Don Nabo y Don Ropón. En política, todo el año sigue siendo Carnaval, como cuando el columnista se saltó la tapa de los sesos. Y eso que desde hace 600 años, antes de los ayunos de la cuaresma, paseaban las muy hermosas endrinas por la plaza y los arciprestes de mula aprovechaban el Carnaval para retozar a las serranas en las chozas.
A las autoridades nunca les gustaron ni las máscaras ni las terribles murgas; en el uso de los antifaces puede rastrearse el deseo de escaparse de la identidad y de la conducta. A los poderes siempre les inquietaron los monigotes de paja, los enanos, los peleles y las chirigotas. Les desasosiega la sátira política. Piensan que la risa es una locura, como la ira. El Carnaval, aunque sea de concejales, subvencionado, siempre es una mofa al poder. No hay autoridad que no tema a las carnestolendas.
España de Carnaval vestida ya no es la de charanga y pandereta. La gente exige su derecho a la fiesta y al silencio nocturno, lo cual es una contradicción en los términos. El sosiego, en la sociedad de la opulencia, es un derecho; si el ruido provoca insomnio, infartos y sordera, evitemos el zumbido de los botellones y de los Carnavales, y evitemos, también, esa algarabía, ese desenfreno, esa rechifla, entre ropones, tertulianos, políticos.
Los dos partidos y los gnomos, andan a garrotazos y ese ruido perjudica más a la salud que el rock, las motos, los truenos y la música del Carnaval.