C. A. R.. Corresponsal
Lo único bueno que tienen las sesiones matutinas del Festival de Cine de Berlín (9.00 horas) es que los agobios habituales de otras películas con más glamour desaparecen como por arte de magia. Y si el siguiente filme es el plato fuerte del día -El buen pastor- y su metraje alcanza las dos horas y 47 minutos, el número de butacas vacías es bastante elevado.
Ésa fue la tónica ayer por la mañana en la proyección de la película china Tu ya, de Hun Shi (El matrimonio de Tuya). Situada en la Mongolia más profunda, el director Wan Quan'an, realizador también de Eclipse de luna y La historia de Er Mei, narra una historia de amor y lealtad centrada en una mujer (interpretada por una rotunda Yu Nan) que realiza todos los trabajos que su marido, inválido tras un accidente, no puede realizar.
Pero todo tiene un límite y Tuya tiene que plegarse a la lógica y buscar un nuevo marido sin dejar abandonado al anterior, bastante mayor que ella.
Rodada esencialmente con actores no profesionales, El matrimonio de Tuya no deja de ser un cuento moral sobre el poder de una mujer para cambiar su destino y el amor que puede entregar a dos hombres diferentes.
«He querido mostrar un poco del estilo de vida de los mongoles para el futuro», señalaba ayer en rueda de prensa el director, Wang Quan'an. «He aquí lo que sacrificamos en nombre del crecimiento económico».
Un caso poco conocido
Por la tarde tocaba el turno a una producción del país anfitrión, Die fälscher (Los falsificadores), del director austriaco Stefan Ruzowitzky. Como ya es tradicional en la Berlinale, no podía faltar el filme que recuerde el Holocausto cometido por los nazis entre judíos, homosexuales, comunistas, y pueblos inferiores del Este de Europa.
En esta ocasión la película aporta un caso poco conocido fuera de Alemania, la existencia de talleres de falsificación en campos de exterminio, en este caso en el de Sachsenhausen, donde se fabricaban principalmente libras esterlinas y dólares estadounidenses para minar las economías de los aliados.
Entre los prisioneros se crea una especie de categoría superior de privilegiados, el que trabaja en esos talleres, y que en lugar de una muerte segura en las duchas que distribuían el venenoso Zyclon B podían volver a sus camas limpias y lavarse con frecuencia en el que era un caso claro de colaboración.
En la película cabe destacar las interpretaciones de Karl Markovics, como jefe de los falsificadores, y de August Diehl, en el papel de uno de los presos que pretende sabotear la operación.
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