A la entrada del Victoria and Albert Museum de Londres, a la derecha, hay bustos de mármol venecianos del siglo XVIII, una sala dedicada a muebles de la China imperial, otra que se está adecentando para albegar la colección medieval y tres dependencias enormes donde se exponen los vestidos de ¡Kylie Minogue! Resulta impactante.
Entrar allí es como convertirse en un personaje terciario de un videoclip sin fin. El rosa -¿o es fucsia?- y el negro colapsan la retina y de inmediato el incauto se queda embelesado, atrapado en esa sucesión de trajes de las más variadas hechuras, por fotos, por discos de platino, por zapatos de Manolo Blahnik...
El martes, cuando la cantante australiana acudió a la inauguración de su propia exposición, dijo: «Es increíble verme en el V&A». Un crítico de The Guardian apuntaba dos días más tarde: «Cierto, lo es». La realidad es que hay cola, que los quinceañeros se agolpan a la entrada, que hay que esperar turno para poder acceder a la muestra y que, una vez dentro, tiene su encanto.
Lo primero que se descubre es que Kylie es bajita. Incluso, bastante bajita. Lo son los maniquíes -todos negros- sobre los que se lucen sus trapitos. Y les quedan como a un guante. Si se tiene en cuenta que Karl Lagerfeld ha dicho que luce la ropa como nadie, si se lee que el propio Blahnik mantiene que estamos ante «una de las figuras más vibrantes de nuestro tiempo», pues ya queda poco que decir.
«Nunca imaginé el impacto que podrían causar un par de medias de 50 peniques ni que un museo en mi ciudad [aunque australiana, tiene casa en Londres desde 1990] pudiera acoger los contenidos de mi guardarropa», ha confesado la cantante.
En una pantalla gigante se pasan vídeos de actuaciones en directo, performances de sus primeros días, cuando llevaba el pelo permanentado y una aspecto flashdance brutal, y de los últimos, convertida ya en una diosa, en una musa, en un icono de gays y lesbianas.
Aunque ella no esté dentro, los vestidos atrapan, seducen. Kylie es especial, con una boca sensual, un cuerpo delicado y unos ojos atrevidos. Con el paso del tiempo -y han pasado 20 años desde que interpretara a la mecánica Charlene en Neighbours- se ha convertido en una mujer con alguna huella en el rostro que la hace más atractiva aún.
Es cierto que la exhibición es todo un tratado de la evolución de los vestidos de una artista pop. Hay algunos que recuerdan a la Madonna de aquellos lejanos años 80. Hay otros que la sitúan en la vulgaridad de comienzos de los 90 y otros que la traen al 2006, tras su regreso a los escenarios después de luchar contra el cáncer de mama.
Se muestran dos vestidos de su espectáculo Homecoming. Uno, firmado por John Galliano y otro de Dolce&Gabbana que la australiana lució en su gira KylieFever: una delicia mínima de color negro y bordes naranjas a la que va unida una inmensa cola en tonos rojos y anaranjados que desaparece a los pocos segundos de llegar ella al escenario.
El rincón más curioso de esta exposición, que durará hasta el 10 de junio, es la recreación de un camerino de Kylie. Con fotos de su vestuario en el estadio de Wembley durante una sucesión de conciertos, se ha reconstruido ese ambiente. Plumas, lacas, perfiladores, sombras de ojos, medias, zapatos, espejos, osos y canguros de peluche. Un santuario donde ella pasa hasta dos horas antes de cada concierto y donde se relaja, antes y después.