Domingo, 11 de febrero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6265.
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Llanto por una princesa destronada
En los medios no ha funcionado la autocensura, sino el afecto por la Princesa de Asturias y la compasión por su dolor Letizia Ortiz ha hecho con éxito las prácticas de reina Ya quisieran los familiares de otros muertos conocidos recibir un trato semejante
CARMEN RIGALT

La tarde que incineraron a Erika Ortiz el invierno lloraba y muchas locutoras de televisión se vistieron de luto. Veinticuatro horas antes, una noticia seca como un disparo sacudía las entrañas de las redacciones. La hermana menor de la princesa de Asturias había aparecido muerta en su domicilio del barrio de Valdebernardo, precisamente en el mismo piso que había sido la vivienda de soltera de la princesa de Asturias. Fue una dura prueba para la prensa del corazón, cuya conciencia está golpeada por el peso de las acusaciones que se vierten sobre ella. Para evitar un caudal de especulaciones desafortunadas, la familia de Erika pedía cautela y respeto en el tratamiento informativo de la muerte. En su ayuda corrieron los sanedrines periodísticos, que levantaban las hachas de guerra y entonaban epístolas moralizantes.

El tiempo transcurrió lento y ahogado en sí mismo. Se diría que al poco de hacerse pública la tragedia funcionó la autocensura, pero no es cierto. Lo que funcionó fue el afecto por la Princesa de Asturias y la compasión por su dolor de hermana. Así las cosas, se contuvieron las especulaciones y la transparencia informativa despejó el ambiente de conjeturas morbosas. Serían los periódicos de información general los que, el día después, levantasen la veda y hablaran abiertamente de suicidio. Tal información no sólo estaba avalada por el examen forense, sino por el hecho de que la fallecida hubiera dejado cartas manuscritas (cinco, dicen) para sus familiares. Erika se había marchado voluntariamente la noche del miércoles, entregándose al sueño de los barbitúricos. Era una despedida aséptica y silenciosa, calculada en sus detalles. Había conmoción en las palabras y perplejidad en el rostro de todo el mundo. La última sonrisa de Erika quedaría durante largo rato prendida en el aire.

La mañana que estalló la noticia, viví en primera persona una situación muy elocuente. Mi teléfono no paraba de sonar. Eran llamadas de gente ajena al periodismo, personas que deseaban conocer detalles de la muerte de Erika Ortiz. Consciente del delicado momento informativo que se nos venía encima, no disimulé mi incomodidad. Una de las personas que llamaban tuvo un rapto de sinceridad y dijo: «Quiero saber, pero en cuanto lo sepa todo criticaré a los periodistas por contar detalles». Aquella frase sonó como una bofetada. Dijéramos lo que dijéramos, a los periodistas de las vísceras se nos iba a criticar igual.

Con el tiempo ya avanzado, se impone una reflexión. Porque hasta los espacios televisivos más proclives a los temas abruptos, administraron la noticia de la muerte de Erika con exquisitez y decoro (ya quisieran los familiares de otros muertos conocidos recibir un trato semejante). La propia Princesa de Asturias, poco después del responso de Tres Cantos, se dirigió a los periodistas allí congregados y agradeció con gesto lloroso el cariño por su hermana fallecida. Erika no era lady Di, pero ya formaba parte de ese gran mundo del corazon que se nutre de bodas, bautizos y comuniones. El valor de la consanguinidad le había reservado un puesto cerca de la Familia Real, en esa galería de personajes que cultivan las pamelas y los plongeon, pero la seguridad le atenazaba y a menudo huía para no ser vista.

A Erika Ortiz se le dio mejor sonreír que hablar. Era una muchacha quebradiza, como hecha de cartílagos, que se sonrojaba por el protagonismo adquirido tras la boda de su hermana Letizia. Algunos calificaban su situación de privilegiada, pero nadie que haya conocido la inestabilidad sentimental y laboral de la hermana de la princesa puede aceptar un análisis tan simplista. La depresión le mantuvo de baja durante varios meses aunque su propia madre, a instancia de los periodistas, le quitó importancia al hecho. Tras su incorporación al trabajo en Globomedia, Erika Ortiz comprobó que la tierra seguía moviéndose bajo sus pies. Fue entonces cuando pidió dos días libres y organizó escrupulosamente su despedida. Se marchó calladamente, sin dar guerra. Era frágil como un pájaro y voló.


El peso de las lágrimas

ERIKA VOLVIO A UNIRLAS. En la muerte de su hermana, la princesa de Asturias acaparó tantas miradas como en su propia boda. La compasión es agobiante y pegajosa, pero fructífera. Hoy podemos asegurar que Letizia Ortiz ha hecho con éxito las prácticas de reina. El jueves, todo el país la vio mordiéndose el dolor en Tres Cantos, cuando dejó a su querida Erika a los pies del crematorio. La Princesa estaba muy bella con su pelo limpio y la cara de agua. Caminaba leve, desvaída, con el luto ceñido al cuerpo y la gravidez apoyada en el brazo de su marido.

Los Reyes y los Príncipes nunca se ocultan tras las gafas de sol. Ellos necesitan demostrar su humanidad. Los demás, en cambio, tenemos que disimularla porque se nos supone demasiado. Una vez, durante las regatas de verano, sorprendí a la Reina Sofía advirtiéndole a Letizia que se quitara las gafas de sol para ser fotografiada. Así lo hizo, y nunca más ha sido sorprendida ocultando la mirada a los fotógrafos. Las reinas y las princesas llevan el exhibicionismo en los títulos, no en los gestos. No creo que exista un manual de autoayuda para miembros del Gotha, pero es conveniente verlos llorar. Las lágrimas silenciosas es lo que más les favorece.

La Princesa abrazó largamente (probado cronómetro en mano) a la Infanta Cristina, lo cual dio pie a que se dispararan diversas cábalas. De ser cierto que las cuñadas estaban algo distanciadas, la vida les ha proporcionado un importante motivo para olvidar sus diferencias. Letizia y Cristina se reencontraron en un abrazo sólido, lleno de palabras mudas. Erika había vuelto a unirlas.

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