Lunes, 12 de febrero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6266.
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La decadencia y los necios
MANUEL MILIAN

Cataluña está quizá en el punto más bajo desde el inicio de la Transición. No había conocido una clase política tan escasa de recursos morales e intelectuales, de credibilidad y de autoridad (el concepto jurídico-filosófico de auctoritas). Sus clases dirigentes han entrado en crisis con la globalización: aspiran a los mercados mundiales, desnudan a menudo estructuras de producción bajo el paradójico señuelo de los servicios, renuncian al riesgo en las empresas familiares, fáciles presas de multinacionales, cuyos hijos retornan al cómodo cobijo del funcionariado; sin una sociedad civil vigorosa, decidida, al mejor estilo de la burguesía del XIX y del XX, sin un modelo económico, tras dimitir de su vocación industrial que la hizo grande en el pasado. Con cobardía, revestida de cautelas, de conservadurismo y de seudo-progresismo. Los mejores no tienen responsabilidad, a lo máximo aspiran a cotizarse en los head-hunters buscando derroteros internacionales. Y sus clases medias sienten el desconcierto de la orfandad de líderes. Hoy se carece de liderazgo: unos son, simplemente, oscuros funcionarios, otros abusan de su condición de payasos. Entre tanta mediocridad y vuelo gallináceo, el Poder se ha desposeído de auctoritas.Porque, entre otras razones, esta auctoritas no procede del victimario de virtudes, sino del elenco activado de estos valores que estamos suicidamente enterrando. Cataluña va camino de convertirse en un solar de mercadeos, de contravalores y de cínicos.

La razón: lo que aquí se cotiza no favorece el mercado del crecimiento, de la identidad, del prestigio. Si no se paga una letra es porque previamente se ha quebrado la responsabilidad ética del deudor.Y, después, el derrumbe de la voluntad. Cataluña es si realmente es, no si desarrollamos un discurso voluntarista -y vacío- de lo que queremos ser. Tiene identidad o se pierde en un bosque de dicterios, de fantasías soberanistas, de perplejos funcionarios sin ideas ni voluntades, de patrioterismos que inflan la boca al proferir palabrerías y huerismos. El cuerpo muere si lo abandona el alma, decían los antiguos, o si se detiene la actividad cerebral, dice Punset y los modernos agnósticos. La sociedad decae si se derrumba su sistema de valores -el que sea, pero que sea uno- , si se desvertebran las familias, o se confunden los ánimos de riesgo con la cobardía del ahorro. «El meu mal no vol soroll» es la sentencia, el acomodo al curso hipócrita de los acontecimientos, el miedo elevado a la máxima categoría. Y una sociedad con miedo está al borde del precipicio, al que ha llegado rodando por la pendiente sin apercibirse siquiera de su deriva.

A ese final se llega por la vía de la renuncia del propio ser y de su identidad. Traicionar lo que fue Cataluña históricamente es el aviso del pregonero. Propalar una inmoralidad general, un hedonismo desenfrenado, celebrar la muerte de las familias vía divorcio, propiciar el aborto y la eutanasia es, digan lo que quieran, decadencia de una sociedad. Otros ya han venido, dispuestos a la sustitución: el islam y sus políticas natalistas. Pero la invasión se hace desde dentro. Basta ocupar la demografía que los nacionales están abandonando. Todo lo que se vacía se llena según la lógica de la Física. Y ello se produce porque hemos desterrado nuestros valores y eclipsado la ética. Es ésta la que marca el camino de la resurrección y del progreso. Pero una ética sin adjetivos, sin relativismos. La fracasada partitocracia que vivimos pretende ahora sedimentar una ética alternativa: la del partido. Se vacía primero la moral individual, y se le trata de sustituir por la que dicta el partido. Los necios de Occidente han caído en idéntico pecado que los viejos comunistas del Este. ¿Y qué quedó a la postre? Un bochornoso fracaso, una estafa histórica, más de 20 millones de muertos. Y aquí pretenden gobernarnos alguno de ellos.

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