JUAN BONILLA
Lo dijo San Agustín de modo definitivo: «Si no me preguntan por él, sé lo que es; si me lo preguntan, entonces no lo sé». Borges lo hizo una de sus principales musas, un personaje fascinante de Nabokov le dedicó todo un libro, en Ada o el ardor, del que sólo nos ha quedado un fragmento impresionante y su título maravilloso: La textura del tiempo.
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La textura del tiempo -y el tiempo como texto- es el protagonista principal también del último libro de poemas de Felipe Benítez Reyes, La misma luna, publicado por Visor. Con un dominio espectacular de las posibilidades de la música verbal, una capacidad para la fabricación de imágenes ciertamente insólita, y una dichosa perplejidad ante el mundo y su patrón inconmovible -el azar, que es la norma-, Benítez Reyes extiende una obra poética que, sin renunciar a producir versos que por sí solos resultarían estremecedores -como si se estuvieran preparando para que el tiempo trate a todo lo que se escribe con la firmeza que ha tratado a los antiguos de quienes conservamos un puñado de fragmentos antecedidos por puntos suspensivos-, está llena de sabiduría meditativa, asombro medido y una firmeza expresiva que convierten la lectura en una experiencia estética sin parangón en la poesía española actual.
Se sale del libro de Benítez Reyes no sólo emocionado, sino también con una especie de extraña fe en la soberana duda que patrocina nuestros días. «¿Qué confabulación de azar y orden/ te otorgó esa apariencia de fluido/ de armónica secuencia prodigiosa/ de abstracta encarnación de lo ilusorio?», se pregunta el poeta al comienzo de su libro. Su libro no es una respuesta a esa pregunta gigantesca, sino una serie de aproximaciones tanto al misterio del ser como a la epifanía del estar. Y una paciente celebración del mundo, de la belleza hipnótica del mundo en imágenes que haciéndolo más bello nos hipnotizan. Casi al final del libro hay un poema espléndido titulado Los paisajes del tiempo, en el que otra vez hay una pregunta: «¿Fue al principio un jardín?/ Luego fue un bosque./ El bosque ardió una tarde/ y entonces fue un museo de cenizas./ El agua de una lluvia/ convirtió esas cenizas/ en un río fugado./ Ese río dio al mar, como es costumbre,/ y ahora el agua del mar moja mis pies/ mientras miro a lo lejos/ para reconstruir con los ojos de la memoria/ aquel jardín inicial: la conjetura/ de la existencia de un origen/ para esto que escapa y fluye y pasa/ y se va y ya no vuelve y no se olvida/ o se olvida y regresa y no es de nadie».
«Ah el Tiempo, ya todo se comprende», decía Gil de Biedma. No, no se comprende. Y es precisamente esa perplejidad alerta, esa incapacidad de comprender cuando queremos decirlo, atraparlo, fijar su enigma, lo que hace que La misma luna sea un libro tan poderoso y tan bello.
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