Lunes, 12 de febrero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6266.
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 CULTURA
47º FESTIVAL DE CINE DE BERLIN
Comprensiva, terrible y veraz 'Cartas desde Iwo Jima'
Clint Eastwood se mete en la psicología de los soldados japoneses, lejos de los tópicos de los filmes bélicos 'made in Hollywood'
CARLOS BOYERO. Enviado especial

BERLIN.- En el subconsciente de cualquier espectador occidental de cine aparecen invariablemente toneladas de imágenes en las que soldados norteamericanos aguerridos, nobles, patrióticos, valientes, con inconfundible aroma épico, se enfrentan a unos histéricos, torpes, crueles y fanáticos individuos de ojos rasgados que aúllan incansablemente la palabra banzai.

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A Hollywood nunca le quitó el sueño la posibilidad de que el otro bando también estuviera formado por seres humanos, con los mismos problemas y sentimientos e incluso con el mismo acojone a palmarla, que los heroicos marines que luchaban y vencían al mal absoluto. Eso sí, se preocupó un montón por ignorar hasta la náusea el infierno nuclear que provocó su país entre la población civil de dos ciudades llamadas Hiroshima y Nagasaki.

Clint Eastwood, ese señor republicano y conservador que cuando se coloca detrás de la cámara hace el cine más crítico, complejo, desasosegante, amargo y profundo sobre la violencia, el malestar ambiental en la tierra de la abundancia y los que siempre acaban perdiendo, se ha encargado de contarnos con admirable arte en Cartas desde Iwo Jima que los villanos ancestrales de los japoneses, según la eterna y maniquea descripción de la fábrica de sueños, no eran ni mejores ni peores que los soldados norteamericanos, sólo personas con las heterodoxas características de la condición humana en cualquier lugar de la tierra.

Me pareció muy osada la visión corrosiva de Clint Eastwood en Banderas de nuestros padres al hablar de la manipulación del Gobierno norteamericano inventándose falsos héroes para exaltar a la opinión pública y vender bonos de guerra, pero, aparte de esa necesaria irreverencia, es una película que me deja ligeramente frío.

Las escenas de guerra en el desembarco de Iwo Jima tampoco me impresionaron demasiado porque esa orgía de sangre y terror ya me la había mostrado inmejorablemente Spielberg en Salvar al soldado Ryan. Esperaba mucho más, además de esa agradecible mala leche, de un clásico como Eastwood en su primer acercamiento al cine bélico. Paradójicamente, cuando este director se propone meterse en la piel, en el cerebro y en el corazón de los vencidos, de una cultura que él no conoce ni ha vivido, aparece el cineasta magistral, con capacidad para aterrarte y emocionarte, para hacerte comprender lo que sienten esos soldados japoneses que saben que van a morir o que intentan sobrevivir a cualquier precio.

Lo lógico sería que esa terrible, conmocionante y trágica odisea llevara la firma de Kurosawa, Ozu o Mizoguchi, de algún maestro del cine japonés haciendo el retrato sobre la mentalidad y el ánimo de sus paisanos en esa batalla trascendente, pero lo ha hecho con tanto talento como credibilidad un director norteamericano, un extranjero que no tiene por qué conocer el pensamiento, las claves, las tradiciones, ni la psicología de los japoneses.

En ese ejército consciente de que no hay posibilidad de ganar se dan cita toda la gama de sentimientos y personalidades. Hay soldados dispuestos al sacrificio en nombre del honor, pusilánimes, intelectuales, kamikazes, horrorizados, dignos, indignos, profesionales, alistados, timoratos, lúcidos, vulnerables, zumbados, ciegos, caballeros, miserables, cosmopolitas, paletos, idealistas y pragmáticos. A través de esas cartas que pretendían enviar a sus familias y que quedarán desparramadas en la arena, conoceremos las sensaciones de esa gente acorralada y temerosa, en situación límite, a punto de morir.

Eastwood nos contagia con magnífico lenguaje sus anhelos y su desesperación, su terror y su pena, su durísima cotidianeidad antes de que estalle el Apocalipsis. También las ganas de desertar de cualquier guerra. Ni por la patria, ni por el Emperador, ni por las ideas, ni por la religión, ni por la economía, ni por la puñetera madre de los gobiernos que las declaran, ni por nada.

Si en Cartas desde Iwo Jima jamás sabemos lo que va a ocurrir en la siguiente secuencia ni las reacciones del personal que la habita, en Adiós Bafana, dirigida por Bille August, te lo sabes todo de memoria desde el primer plano hasta el final. Y eso causa cierto tedio. El argumento describe el conocimiento, respeto, admiración y amistad a lo largo de 20 años de cautiverio entre Nelson Mandela y uno de sus guardianes, el hombre que debe de censurar sus cartas y controlar las visitas de su mujer. Es una película tan bienintencionada como plana, rutinaria y previsible, complaciente y complacida, ni buena ni mala, una simple pérdida de tiempo.

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