'Los ojos de la noche'
Autora: Paloma Pedrero / Dirección: Pancho García / Intérpretes: Mónica Guffanti y Pepe Ronda / Escenario: Teatro Itaca.
Calificación: ***
MADRID.- En el último año tres títulos de Paloma Pedrero han subido a los escenarios: El color de agosto, una de sus primeras obras, acaso la más incandescente, alcanzó insólitos matices en los cuerpos de dos jóvenes intérpretes: Marta Larralde y Celia Freijeiro. A lo que se vio, el color agosteño, el matiz exacto, era también el calor tórrido de las pasiones. Tras aquella revelación, Celia Freijeiro ha iniciado un espectacular despegue a partir del reciente estreno de El león en invierno, dirigido por Pérez de la Fuente. Mas convendría no olvidarse de Marta Larralde, que tuvo el papel más ingrato y espinoso de El color de agosto. Después vino Beso a beso, más amable y menos erizada y, por último, Los ojos de la noche. Podría decirse con un tópico manoseado que Paloma Pedrero atraviesa un «momento de dulce». Pero eso sería inexacto, pues el momento de Pedrero es el de siempre: escribir sin desfallecimiento, estrenar donde puede y le dejan y arriesgar alma y patrimonio en cada montaje.
Los ojos de la noche participa de las constantes del mejor teatro de la autora: situación límite de dos personajes y dialéctica destructiva de atracción y rechazo. Una mujer madura y casada (Mónica Guffanti), emocionalmente desequilibrada y socialmente triunfante, alquila los servicios de un joven (Pepe Ronda) para pasar la noche en un hotel. Al tratarse de una mujer triunfadora, parece que el paso del tiempo y su devastación la afectara más que a las otras. Lo cual la obliga a plantearse el sentido de su vida y el sinsentido de su matrimonio. Y, naturalmente, llega a la conclusión de que todo es engaño, fracaso y soledad.
En Los ojos de la noche, el joven de alquiler es ciego, lo que da al título un enfático carácter simbólico, pues los ojos del invidente parecen ver más allá que los demás. La confrontación entre dos personajes con distintas manifestaciones de poder y de dependencia es el eje que marca la dirección de Pancho García y la exaltación gestual de Mónica Guffanti y Pepe Ronda.
Quizá fuese deseable una mayor contención, una interiorización amarga y vitriólica de la palabra; algunas inflexiones de la intensidad ayudarían mejor a comprender la desolada complejidad de los personajes.
Como en otras obras de Pedrero, el final, muy bien graduado y sostenido por la dirección, es un desenlace abierto propiciado acaso por la extenuación a que la autora somete a sus personajes en el umbral de la autoaniquilación asistida.
Hay un rayo de esperanza y una vaga promesa de futuro; pero el precio de esa posible redención, de esa transformación liberadora, ha sido tan alto que no se sabe si la catarsis ha merecido la pena. Ahí, en esa desolación final, es donde la representación alcanza su mayor grandeza.