Podríamos decir que España conquistó la noche del sábado en Nueva York, que los estadounidenses se rinden al incomparable sabor hispano y, ya puestos, hilar otros tópicos de vacuo triunfalismo. Podríamos, pero mejor ser cautos. A la misma hora en que Paco de Lucía rasgaba su guitarra, la ciudad acogía infinidad de conciertos, algunos fascinantes. Eso sí, ninguno en la sala noble del Carnegie Hall, quizá el templo musical más importante del mundo. Y las 2.000 personas que abarrotaron el Carnegie despidieron en pie al maestro de Algeciras. Su toque, a años luz de cualquier otro pistolero de las seis cuerdas, arrasó las plateas.
Arrancó solo, sobreponiéndose a un sonido maniatado por las normas de la casa, que imponen la moderación del volumen, «y me sentí muy pequeño, porque ya había olvidado lo que supone tocar en un sitio de estas características», confesaría más tarde, en el camerino, fumando un pitillo, «hasta que poco a poco me acostumbré. Es un teatro clásico, y el sonido es más fino, pero al final he disfrutado».
Disfrutar figura como lema básico entre los mandamientos de un hombre adorado con un fervor de doble filo. Cada uno de sus discos, cada salto al vacío, revolucionó el flamenco, y eso debe resultar axfisiante. «Pues sí, es cierto, amo la guitarra, y al mismo tiempo la odio. Sé que todos esperan de mí, casi a cada instante, algo nuevo. A veces me pregunto cuándo toco por placer». ¿Quizá en el directo? «Sin duda, sí, disfruto mucho tocando con mi nuevo grupo. Son jóvenes, y están llenos de energía».
El grupo, el mismo que lo arropa desde que arrancó la gira hace casi tres años, creado tras la disolución del legendario sexteto, incluye al guitarrista Niño Josele, un portento que el pasado año publicó un memorable disco con versiones del gran Bill Evans, el percusionista Piraña, el bajista Alain Pérez, el armonicista Antonio Serrano y las cantaoras Chonchi Heredia y Montse Cortés. La mayoría de ellos participan en las aventuras propuestas por el versátil y necesario Javier Limón. Siguen la máxima de Enrique Morente («la pureza es de nazis») con la facilidad que otorga el conocimiento. Ejercieron de secundarios de lujo con técnica exquisita, acompañando a un maestro que dirige a los suyos sin atisbo de vanagloria.
La tónica del concierto, al menos hasta el descanso, fue la de un instrumentista casi desnudo, apenas acompañado por algunos de sus escuderos. Tal vez arrancó tímido, pero cuesta creerlo si uno presenció el prodigio de esa guitarra. Lejos de la vieja pirotecnia, aquella superdotada velocidad que disparaba su mano diestra, el hombre que puso al flamenco patas arriba y catapultó la guitarra hacia territorios inimaginables caminaba despacio, señorial, agilísimo y sobrio. Enlazó temas de Cositas buenas, su último disco, con repuntes en viejos hallazgos y melodías añejas. Improvisó a gusto: pura vanguardia clásica, o clasicismo en el filo del precipicio, que es donde el viejo y sabio jaguar ha vivido desde que siendo adolescente el maestro Sabicas, pasmado por sus condiciones, le aconsejó volar libre.
Sólo flamenco
Tras la pausa de rigor, con los ánimos calefactados por la respuesta de un público que aprecia el flamenco, y que lo escucha con un silencio que retumba, regresó al escenario acompañado por la banda en pleno. Fue el momento de los tranvías repletos de color, de los viajes de ida y vuelta para catar aires andaluces, aguas sefardíes, manjares arábigos y dulces de estampa jazzera.
¿Fusión? Ni por asomo. Sólo flamenco. Flamenco puro, vivo, palpitante y crujiente. Flamenco propulsado por un guitarrista nacido para quemar las academias y reventar los cánones, alérgico a la ortodoxia, lejos del gueto donde muchos otros encerraron a un instrumento que necesita calle, sangre y malicia para ensancharse.
«Nunca soñe con llegar a donde he llegado. Me conformaba con vivir de esto y me veía de acompañante en algún espectáculo de variedades», remata Paco de Lucía. Si escribir que anoche España conquistó Nueva York resulta tópico lo es por vaguedad en la frase: fue Paco de Lucía quién incendió Nueva York, o al menos el sacrosanto Carnegie Hall, con la humildad de los realmente grandes. Tchaikovski, Sinatra y Parker, Stravinski y Miles Davis, donde quiera que estén, sin duda gozaron. Ayer tocó uno de los suyos.