Lunes, 12 de febrero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6266.
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 ESPAÑA
DEBATE EN LA JUSTICIA
Cuando el derecho no interesa
El vocal del CGPJ dice que no hay una crisis institucional, sino algo más profundo, lo que llama «crisis del derecho», donde éste es una «coartada» para la política
JOSÉ LUIS REQUERO

A nadie se le escapa que las tensiones que desde hace muchos años vive la Justicia le causan un daño difícilmente reparable. Quizá para consolarse se suele insistir en que los ciudadanos tienen otra percepción, ya que no sólo no dejan de acudir a los tribunales, sino que lo hacen de forma creciente; o que, ante el conflicto, las instituciones de prevención, arbitraje o mediación no acaban de tener un papel socialmente determinante. Aparte de que no hay -o no tengo- un dato que diga cuánta litigiosidad se evita, lo cierto es que, hoy muchos no tienen más remedio que ir al juez y si hubiese medio eficaz de evitarlo, lo evitarían.

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Lo que estamos viviendo en estos días a propósito de la recusación de un magistrado del Tribunal Constitucional, de la comparecencia judicial del lehendakari o todo lo que rodea a De Juana Chaos, plantea brutalmente la realidad de una creciente politización de la Justicia.

Así, lo que se valora de esa recusación es si desequilibra o reequilibra el reparto de fuerzas en el Tribunal Constitucional. La vicepresidenta del Gobierno acusa a la oposición de «pervertir» con esa recusación el funcionamiento del Estado de Derecho; se presiona al recusado para que dimita y el Gobierno nombre a otro ilustre jurista que devuelva la mayoría a los partidos pro Estatuto; ICV apoya la jugada y dice que se debe mantener la correlación de fuerzas en ese Tribunal; Montilla dice que el PP quiere lograr en los tribunales lo que ni el Parlamento ni las urnas le han dado o que la recusación es contra Cataluña; Artur Mas amenaza con que habrá complicaciones entre Cataluña y el resto de España si el Estatuto embarranca, y el PSC añade que caería el Gobierno de Zapatero.

Como bien puede verse, todas estas reacciones son poco o nada respetuosas para con el funcionamiento del Estado de Derecho. Por ejemplo, hablar de reparto de fuerzas en un tribunal hace pensar que sus magistrados son como defensas o centrocampistas injustamente expulsados, con lo que un equipo queda con menos jugadores; no menos descarriado es afirmar que un instituto procesal como la recusación -está para garantizar la imparcialidad del juzgador- pervierte el Estado de Derecho, o decir que es imperdonable ir a los tribunales para que hable el Derecho es como decir que es imperdonable ir al médico para sanar: el Derecho no puede prevalecer sobre urnas ni escaños.

Hace tiempo me decía un magistrado del Tribunal Supremo que lo determinante de un miembro del Tribunal Constitucional no es que sepa Derecho, sino votar. Me escandalizó. Siempre he entendido que ese órgano es vital por lo que supone -supremo intérprete de la Constitución-; por el poder efectivo que ejerce -le enmienda la plana, en Derecho, al resto de Poderes del Estado-, de manera que para un jurista debe o debería ser uno de los cargos de mayor renombre y prestigio.

Probablemente peco de inocencia. Cuando se ve lo de estos días, cuando se ve que los partidos hablan de los magistrados del Constitucional como peoncillos en el ajedrez de su lucha, se llega a la conclusión de que, en efecto, lo que vale no es su capacidad jurídica, sino que sepan votar.

Este tribunal se convierte en la gran coartada para justificar con lenguaje y formas jurídicas las decisiones políticas.

Pudiera haber un leve y, quizás, corporativo consuelo pensando que la Justicia es ajena a lo que le ocurra al Tribunal Constitucional, pero rápidamente se esfuma. Ciertamente, este Tribunal, pese a su nombre, no es Poder Judicial, pero lo cierto es que el dibujito de prensa en el que unas siluetas o unos monigotes alrededor de una mesa -es decir, los magistrados- aparecen anotados con el quién es quién (de tal o cual asociación, «progresista», «conservador») ha hecho fortuna y se emplea para radiografiar también al Tribunal Supremo o a la Audiencia Nacional. Por darle un toque de juridicidad podíamos consolarnos pensando que es la importación de maneras anglosajonas de entender la Justicia, más obra de jueces que de normas codificadas.

Esta lógica politizadora también se advierte en una entrevista al vicepresidente del Consejo General del Poder Judicial, a la sazón magistrado del Tribunal Supremo. No ahorró críticas a la actuación del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco por admitir a trámite una querella contra Ibarretxe por reunirse con Otegui y citarle a declarar. Lo relevante de sus palabras no es la discrepancia sobre aspectos ciertamente opinables, incardinables en una reflexión acerca de la prudencia con que debe actuar un tribunal. Lo grave es la idea que se tiene del Derecho. Porque de sus palabras se deduce, no que fuese desaconsejable citar al lehendakari si no está claro que su conducta es delictiva: lo determinante es que no ha cometido delito alguno porque no hay reproche social a su conducta.

El Código Penal, las leyes, serán claras, pero si no hay reproche social no hay delito, luego el principio de legalidad no existe. Todo depende de la gente que cada uno pueda sacar a la calle o de lo incendiarios que sean los periódicos que controla. Si, además, se cuenta con un juez propicio, el legislador debe reformar la ley para ajustarla a la decisión del juez sensibilizado. Delincuente no es el que comete delito, y delito no es la conducta tipificada como tal en un Código, es más, añade que si reunirse con Otegui fuese delito, desde el momento en que el Parlamento autorizó al Gobierno a iniciar un proceso de diálogo, esa conducta ya no sería delictiva, luego las leyes no se derogan por otras posteriores, sino por mociones o acuerdos parlamentarios.

¿Qué hay de común en todo esto? Aparte de que tengamos una crisis de Estado, de que vivamos empantanados por problemas -Estatuto y diálogo con ETA- generados por un único irresponsable, el caso es que ya sea ordinaria o constitucional, la Justicia se politiza al entrar en la lógica de la lucha política.

Pero lo que late en el fondo es algo peor que una crisis institucional: es la crisis del Derecho, es la pérdida del sentido y del respeto por lo jurídico. El Derecho es coartada, palanca que se valora en tanto convenga para la acción política. No es que estemos ya ante el famoso y apolillado uso alternativo del Derecho, sino ante algo más cutre y casposo: el uso oportunista, a conveniencia, del Derecho de la mano de juristas -designación que antaño llamaba a la excelencia- expertos en revestir con argumentos jurídicos la conveniencia política.

En un ambiente cargado de relativismo, el Derecho no es una excepción: lo justo o injusto no existe, sólo hay espacio para el interés.

Se me podrá decir qué cómo es que me extraño, que esto es lo que a diario ocurre en los tribunales: los abogados, los litigantes no quieren razones jurídicas, sino que les den la razón.

Cierto, pero aquí hablamos de algo más, hablamos de Poderes del Estado, de órganos constitucionales, de gobernantes, de responsables públicos, de quienes elaboran el orden jurídico.

Será muy difícil restaurar el prestigio de la Justicia, su despolitización, si el desprestigio se asienta en la perversión de su materia prima: el Derecho.

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