Lunes, 12 de febrero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6266.
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Violencia en Alcorcón
La calma vuelve a las canchas
Dos semanas después de que se registraran los últimos disturbios en el municipio madrileño, la tranquilidad ha regresado a sus calles, donde la gente hace vida normal. Sólo algunos carteles mencionan los incidentes de enero
LUIGI BENEDICTO BORGES

El tiempo lo cura todo», comentaba ayer una señora ante la pregunta de cuáles eran los ánimos existentes en Alcorcón dos semanas después de que se registraran los últimos incidentes. En el municipio ya no hay retenes fijos de antidisturbios. Los lugares donde hace unos días aparcaban de forma perenne las lecheras y por los que paseaban los agentes de Policía vuelven a estar ocupados por vehículos de todas las formas y colores, no siempre bien aparcados. La única referencia a los disturbios de finales de enero son los carteles titulados «Nuestras verdades contra sus mentiras» en los que sus anónimos autores hacen un particular resumen de todo lo que ha pasado «en su barrio» recientemente.

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La estación de Metro Parque Lisboa y la entrada del Centro Joven de la calle de Maestro Victoria (donde se inició la reyerta la noche del sábado 20 de enero) son algunos de los lugares donde se puede encontrar uno de esos folios pegados con cinta adhesiva y bien cargados de tantas palabras que obligan a dedicar un buen rato a quien se los quiera leer enteros. El escrito mezcla reflexiones sobre el pasado obrero de Alcorcón con desvaríos que explican las presuntas razones que dieron lugar a los altercados.

«No somos racistas, pero no vamos a permitir la existencia de ladrones», reza el cartel en el que se desmarca a Alcorcón de la xenofobia y se acusa a todos los periodistas de «manipuladores» o «buitres». Aun así, los más atacados son los «nazis» y los «maderos». A los primeros se les tilda de cobardes por no aparecer en el municipio cuando se les esperaba, el 27 de enero. A los segundos, se les advierte de que son el enemigo al haberse enfrentado «al barrio» ese mismo día, cuando un grupo de más de 100 encapuchados comenzó a tirar piedras a la Policía dando lugar a varias cargas. El extenso escrito acaba con un llamamiento a la unión, sobre todo de los jóvenes que deberían estar «avergonzados» por no participar en las algaradas en las que sí estuvieron ancianos que protegían a los manifestantes chivándoles dónde estaban los policías.

Por lo demás, en Alcorcón reina la calma de un domingo cualquiera. Así lo reconocían los trabajadores que desde sus panaderías, bares y estancos ven el devenir de los días y la evolución del sentir popular. Mercedes, al frente de su papelería Cosmos, hace hincapié en que ni siquiera en los peores momentos se alteró la vida de la mayoría de las calles. Al menos, de las que transita ella. «Yo el sábado en el que empezó todos, estaba en el supermercado y no me enteré de nada. Fue al día siguiente, cuando subieron las ventas de los periódicos, cuando supe lo que pasaba. E igual el domingo siguiente, cuando se agotó la prensa», recordaba.

Las canchas donde antes había que pagar por jugar son ahora propiedad de niños que patinan junto a sus madres y de jóvenes que se atreven a echar unas canastas pese a que ha empezado a llover. En los parques, decenas de personas pasean a los perros. También hay grupos de jóvenes que miran amenazantes a quienes pasan junto a ellos, pero que una vez se les pregunta algo bajan la cabeza y se hacen los sordos. Algunos repiten las peroratas de «los polis se fueron cagados» o «si vuelve la pasma regresarán a sus casas en cajas de madera», pero ya sus órdagos no son jaleados ni por sus colegas.

El Centro Joven donde un alcorconero recibió seis puñaladas la noche del sábado 21 de enero sigue con sus graffitis y ha recuperado la vida, con dos grandes carteles que anuncian tardes jóvenes con fútbol, malabares, bailes y demás por un euro y medio. La gente aprovechaba el domingo para sacar las bicicletas, las mallas de hacer footing y lanzarse a bajar calorías. Mientras, los viandantes de la peatonal calle Mayor comentaban los carteles pintados a mano que anuncian la llegada del carnaval. Sensación de calma, tranquilidad y sosiego, sólo interrumpida por siete primos jugando al escondite por la avenida de las Retamas mientras sus progenitores decidían a qué restaurante llevaban a la abuela. Desde su barra, el dueño de una taberna explicaba que es «la normalidad»: «Cuando ni los latinoamericanos ocultan sus gorras y ropas bombachas en los armarios, ni los vecinos más viejos los miran mal».

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