Lunes, 12 de febrero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6266.
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 OPINION
BAJO EL VOLCAN
La depresión
MARTIN PRIETO

Hace años entrevisté al hijo mayor de Valle Inclán (hoy Marqués de Bradomín en uno de los más iluminados títulos que ha concedido el Rey) y me abrió la puerta en pijama haciéndome acompañar hasta su lecho donde se rebujó hasta las largas barbas de su padre. Me acomodé al pie de la cama y supuse que no estaba ante una excentricidad, sino ante una depresión. Luego conocí a Juan Carlos Onetti, quien había decidido exilarse en su cama con una botella de whisky y un bloc de notas, de donde sólo salió para su propio entierro, aunque en vida todavía recibió mucho. Son los lentos suicidios de los depresivos crónicos que se aíslan en un caparazón para librarse del dolor de la existencia.

Sigmund Freud no decidió suicidarse tras un cáncer de boca porque probablemente estaba suficientemente autoanalizado. Tengo una amiga que no se lava ni los dientes y en el mercado me confiesa que huele mal y trata de rociarse de perfumes logrando un ambiente mefítico. Son los viejos/nuevos desarrapados de la tierra ajenos de la brillantez, la belleza y el consumo. Mi psiquiatra, sabiéndome casado con una oncóloga infantil, me dice: «Tengo un índice de mortalidad superior al que tiene su esposa». Pero el suicidio tiene muy mala prensa incluso entre los ateos o agnósticos, y tampoco se publicita en la creencia de que pueden incitar a otros. El suicidio es tabú.

Las carreteras secundarias que conducen al suicidio tienen muchas bifurcaciones. La depresión exógena (por un hecho puntual de un acontecimiento terrible) tiene un encauzamiento y una morbilidad temporal. La depresión endógena es un caldo de cerebro donde se cuecen una serie de sustancias liberadas llamadas neurotransmisores como la serotonina, las catecolaminas y un mecanismo complejo de disminución, exceso o utilización de las mismas. Son los parias de esta nueva sociedad que ha aceptado la obesidad y la depresión como las principales enfermedades del siglo XXI. Sin embargo, sobran todos los médicos aficionados que estiman que el paciente de tristeza maligna lo único que no tiene es voluntad. Gracias a la farmacopea, los psicofármacos, si no curan, al menos permiten vivir al depresivo con un mínimo de dignidad personal.

Mariano José de Larra sufrió una depresión exógena por fracasos políticos y por el pendón de Dolores Arnijo. Hemingway se reventó la cabeza con una escopeta por un cáncer de piel e impotencia en una época donde aún la Viagra no había sido descubierta. La Iglesia Católica que negaba tierra sagrada a los suicidas ha mudado de opinión y les oficia responsos. Hace muy bien porque casi siempre el suicidio es un accidente y el del depresivo una consecuencia inevitable.

La semana pasada los buitres de la prensa rosa se han comido un festín de ignorancia y mala leche. No han perdonado ninguna morbosidad sobre el fallecimiento de una persona joven poco conocida. Ha sido como la exhumación del cadáver para que metan en él sus manos estos personajillos. Lo que no saben es que los depresivos -Erika Ortiz- van al cielo.

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