La división de opiniones es cosa natural. Los ciudadanos tenemos opiniones distintas, ideologías distintas, modos de vida distintos, objetivos distintos y necesidades distintas. Por mucho que se diga que ya no hay derechas e izquierdas, las hay, las ha habido y las habrá, aunque unas y otras hayan recorrido un camino de experiencia y hayan moderado sus formas y excesos, incrementándose, con la aceptación de la democracia y el desarrollo económico, el terreno de la convivencia tranquila.
Las elecciones se hacen para que un partido lleve a cabo su programa, que no es el programa del partido rival y que puede ser su opuesto. Si ese programa no pudiera llevarse a la práctica so pretexto de que genera división -que no es otra que la previamente existente y dilucidada en las urnas-, más nos valdría no hacer elecciones y consagrar un sistema permanente de gobiernos de concentración.
El consenso puede ser bueno en ocasiones, pero las elecciones lo que resuelven es el disenso, es decir, facultan a unos a ejecutar sus ideas e indican a los otros que deben esperar su momento, que ya llegará, para hacer lo propio con las suyas. Que estos últimos mantengan alto su nivel de crítica es lógico, pero que la crítica se materialice en desquicie, obstrucción y escándalo de pupitres es otra cosa.
Los populares se hartan de decir que Zapatero divide a los españoles, pero la división iracunda de la que hablan no es otra que la que ellos atizan por su resistencia enconada y ponzoñante a que se cumpla el sentido último de la democracia, que no es el de pactarlo todo a medias, sino el de regular quién hace qué y cuándo, te guste o no.
Dicen los populares -segundo latiguillo, junto al de la división- que Zapatero es un energúmeno del radicalismo. ¿Radicalismo? La primera radicalidad existente no es otra que la radicalidad de una situación establecida, la que los conservadores nunca quieren cambiar y la que afecta a millones de personas que no la comparten y la soportan. Ese es el más fuerte radicalismo: el radicalismo de lo que hay.
No sé, nacionalizar la banca, desamortizar los bienes de la Iglesia, expropiar los latifundios, desprivatizar sectores industriales estratégicos, hacer una reforma agraria que tiemble el misterio, eso, y algunas cosas por el estilo, sería, en parte, radicalismo.
La socialdemocracia liberal es una hermanita de la Caridad comparada con los jefes -los obispos- de las auténticas hermanitas de la Caridad, a quien Dios bendiga. Éstos que hablan de radicalismo se quedarían asombrados si pulsaran las opiniones de muchos españoles sobre cosas que Zapatero tendría que hacer y no hace, porque el centro izquierda español es, digan lo que digan algunos, un prodigio de paciencia y de cautela por no molestar demasiado. Pero es que ellos están acostumbrados a que no les molesten lo más mínimo en la gestión de su radical propiedad indivisible: el «deber ser» de todo y de todos.