Cuando su hija le vio el sábado pasado, no quiso abrazarlo. Gritó que le daba miedo y se refugió en el regazo de su madre. A John Riascos, un soldado sin rostro, le pareció lógica la reacción de su pequeña, pero le dolió en el alma. Sintió que necesitaba más que nunca una cara que no asuste a los niños y que pase desapercibida por la calle.
Perdió el rostro el 20 de febrero del año pasado, el mismo día de su cumpleaños. No sólo la piel, sino los ojos y los huesos, tanto que quedó masa encefálica a la vista. Hacía guardia en un pueblo lejano del oeste de Colombia y un mortero lanzado por un guerrillero le destrozó la cara. Ahora espera a un donante en cualquier lugar del planeta, aunque lo que más le importa, la visión, no podrá recuperarla.
John tiene 25 años, una sola hija de 17 meses y una mujer que a veces se pregunta qué hace junto a un ser irreconocible. El soldado también duda en continuar una relación a veces tormentosa, con una mujer que discute demasiado cuando él lo que necesita es que le hagan la vida fácil.
Decidieron casarse cuando recuperó por completo la consciencia, tras 15 días de coma profundo y otro mes en estado crítico. Johanna decía que era el padre de su hija y que lo quería lo suficiente para dar el paso; y él, creía que era la mejor opción para garantizar con su pensión el futuro de la pequeña. Por esos días, su estado era muy grave y no sabía si lograría sobrevivir.
Pero la convivencia no ha sido fácil. John ha estado muy deprimido y crispado y ella sigue sin comprenderle. «Un día pensé en tirarme por la ventana», rememora. Estaba de pie junto al alféizar, pensando en lanzarse, cuando una enfermera le detuvo. Después un capellán le presentó a un soldado invidente. «Me dijo: 'la vida sigue y usted tiene vida'. Mire, yo frío huevos, arreglo la energía en la casa... ¿Cómo se va a matar? Eche pa'lante», recuerda John. Pensó que si ese hombre podía, él también lograría defenderse solo y sin depender de nadie, y olvidó las ganas de suicidarse.
Un pasado difícil
Le taparon la cara con injertos de varias partes del cuerpo, dejando sólo la boca al descubierto, y le practicaron una traqueotomía para que pudiera respirar mejor. Por eso tiene que taparse el orificio de la garganta cada vez que habla.
A pesar de su terrible situación, no es la primera tragedia de su vida ni la que más le ha dolido. Tenía sólo seis años cuando su padrastro mató a garrotazos a su madre. Vivió con sus abuelos hasta que murieron y luego una amiga de la difunta, Yexida, le tomó a su cargo y le ha tratado siempre como a un hijo.
A los 18 años ingresó como profesional al Ejército de Tierra y en 2005 sufrió uno de los peores ataques de su carrera. La guerrilla emboscó a su pelotón haciendo trizas el camión en el que se desplazaba, matando a un soldado e hiriendo a otros ocho. John fue el único del grupo que salió ileso.
La suerte que tuvo entonces le fue esquiva el año pasado. Acababa de relevar a un compañero en el puesto de centinela en Cumbal, en el departamento de Nariño, cerca de la frontera ecuatoriana, cuando un guerrillero le atacó por sorpresa. «Cada uno tiene su suerte, es el destino», dice con voz firme, para añadir que perdona al guerrillero: «Uno no debe guardar rencor por todo lo que le hacen. De pronto, hasta está muerto». John dice que el golpe le enseñó que la vanidad es efímera, que no tiene sentido. Se miraba tanto al espejo y le gustaba ir siempre tan guapo que en su batallón le apodaron La Reinita.
En el Hospital Militar de Bogotá decidieron transplantarle una cara, si bien optaron porque la operación se realice en Estados Unidos. El Ejército colombiano cubrirá los gastos.
«Es lo mínimo que podemos hacer por nuestra gente», indica la coronel Norha Rodríguez, directora del mencionado centro médico. Ahora sólo esperan que aparezca un donante compatible con el soldado Riascos.