CARMEN RIGALT
Un cursi de mi época hizo célebre una frase que rezaba: amar es no tener que decir nunca «lo siento». Merecía haberla inspirado un cura posconciliar, un cura arrepentido (arrepentido de ser cura, y si me apuran, arrepentido de colgar la sotana para casarse). En aquel tiempo yo también era cursi y aprendía muchas cursiladas de corrido. Como mi lengua materna era el catalán, las cursiladas me gustaban en castellano porque sonaban más solemnes y redichas. El castellano era un signo de identidad de los pijos de Barcelona (que entonces no se llamaban pijos sino otra cosa, pero mi memoria no da para tanto) y estaba penetrado de muletillas religiosas. Yo no sólo era cursi sino antojadiza (culo veo, culo quiero), así que llegué a la madurez convertida en una mezcla de Marisol y Guillermina Mota.
La mayor cosecha de cursiladas la produce el amor, aunque en aquel tiempo San Valentín no estaba bien visto por la gente con graduado escolar, o como se llamara la cosa en aquel momento. Entre mis mayores no había ningún Jean Paul Sartre y ninguna Simone de Beauvoir, pero lo disimulaban. Mi madre y mis tías jamás hubieran osado ponerse la medalla del amor («hoy te quiero más que ayer pero menos que mañana»).
Las mujeres de mi entorno preferían esas pulseras de las que pendían varias medallitas con los nombres de los hijos (tantos hijos, tantas medallitas). Será por eso que siempre he asociado el tintineo de las joyas a las madres de familia numerosa.
No heredé la devoción y la afición por San Valentín y en esa indiferencia me he mantenido durante años. Pero ahora no gano para sustos. Tal día como hoy, te invitan a su casa unos amigos muy modernos y acabas comiendo pimientos del piquillo en forma de corazón. Definitivamente, me hace falta un reciclaje generacional.
Es tarde, pero con un poco de conductismo y muchos escaparates seguro que puedo lograrlo. Por fuera parezco una tipa descreída y vergonzosa, tirando a destroyer, pero quien me rasca, me encuentra. En el fondo soy una mujer que ha nacido para recibir anillos de pedida y dejar frases de Pedro Salinas sobre la almohada, para pasear con su pareja por Venecia mientras un gondolero vestido de coros y danzas canta por Rita Pavone, y para soñar siempre con el regalo del día de la madre (eso: la licuadora).
Lo único que no conseguirá nadie es que repita las frases cursilonas de nuestra educación sentimental. Para mí, amar es no tener que decir nunca churri .
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