El presidente del Gobierno ha acusado al PP de no conceder ni un solo día de cortesía al nuevo ministro de Justicia, pero ese reproche podría formularse también a la inversa: Mariano Fernández Bermejo, con una intervención desafotunada y sectaria en la que arremetió contra la oposición, contra los jueces y contra el Consejo General del Poder Judicial, no ha respetado, ni en su discurso de toma de posesión del cargo, los más elementales principios de protocolo. El ministro se ha retratado a sí mismo y ha dado la razón a quienes vaticinamos que su nombramiento, lejos de contribuir a serenar los ánimos, ahondaría la división y aumentaría la crispación política. Si así inicia su carrera al frente del Ministerio, no es difícil imaginar qué puede esperarse de él de aquí a que acabe la legislatura. Baste decir que algunos de los asistentes al acto no aplaudieron su discurso y se ausentaron de la ceremonia visiblemente contrariados.
La dureza que empleó contra el PP, al que acusó de «no haber aceptado su derrota en las urnas», contrasta además con su anuncio de «dar respuesta justa» desde los tribunales de Justicia a todos, «incluidos los acusados de acciones terroristas». En las actuales circunstancias cabe interpretar sus declaraciones como un respaldo al proceso de paz, en el que el Gobierno da más oportunidades de entendimiento a los terroristas y a su entorno que al principal partido de la oposición votado en las urnas por casi 10 millones de españoles.
La figura de Bermejo es un arma de doble filo para el presidente. Puede que le haga el trabajo sucio al que no se prestó López Aguilar. Pero eso será a costa de que Zapatero pierda por el camino la careta de buen talante de la que presume.
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