Si se ha considerado a la ópera como la más apasionada de todas las artes es quizá porque se ha tenido en cuenta obras como La Cavalleria Rusticana de Pietro Mascagni (1863-1945) e I Pagliacci, de Ruggero Leoncavallo (1858-1919). Dos ejemplos de la representación de la emoción en estado puro, sin pulir, sin matizar, expresada a través de sus colores primarios: los celos, el odio, el deseo.
Fiel a la tradición de incluir las dos óperas en el mismo programa, por su brevedad (poco más de una hora cada una) y su perfecta comunión (ambas representan el ejemplo paradigmático del verismo musical italiano) el Teatro Real estrena esta noche los dos nuevos montajes, bajo la batuta artística de Jesús López Cobos y la imaginación escénica de Giancarlo del Mónaco que, con ésta, ha participado ya en siete producciones de La Cavalleria.
El director artístico italiano ha pintado dos cuadros limpios, apenas sin movimientos escénicos, dejándole el protagonismo a los rostros de los personajes, cuyo drama cae como un aguacero sobre los espectadores. Un público que el día del ensayo general se levantó como un resorte de sus asientos desahogando con sus aplausos toda la emoción contenida. Sobre el escenario hay elementos suficientes como para generar grandes expectativas: Dos montajes sin grandes aspavientos ornamentales y que representan, sin embargo, la esencia del verismo, que en ópera consiste en mostrar la realidad tal cual es.
En el primer decorado, el de La Cavalleria, predomina la piedra blanca, dispuesta en cubos, que recuerda a las montañas de Carrara, en la región de la Toscana (Italia). «No pretendía construir un pueblo siciliano, como tampoco en I Pagliacci quería edificar una ciudad en Calabria». El blanco de la roca contrasta con la tela negra que llevan todos los cantantes, un destello casi cegador de claroscuros. «Me interesaba ofrecer una apariencia mediterránea, pero del interior», dejando desnudos los rostros de los actores para la expresión. Precisamente «lejos del mar es todo mucho más trágico», una especie de viaje al pasado, a Grecia, para encontrar allí el origen de la tragedia de Esquilo o de Sófocles.
Del Mónaco, quien ya participó con éxito en los montajes del Real de La Bohème y Simon Boccanegra, ha comunicado las dos óperas introduciendo el prólogo de I Pagliacci antes de La Cavalleria y creando un silencio en el medio de las dos obras. «Son dos caras de la misma moneda, que vayan juntas es fundamental».
Si con la obra de Mascagni, el italiano mira al pasado, con I Pagliacci ha pretendido adelantarse al tiempo en que fue concebida, con guiños a Fellini, tanto en el decorado como en la caracterización de los personajes. «He hecho esta ópera con casi todos los tenores, incluido mi padre (Mario del Mónaco). «Es fantástica para intérpretes con personalidad y buena voz». El papel de Canio recae en Vladimir Galouzine (Richard Margison en el segundo reparto) y el de Nedda en una asombrosa María Bayo (Serena Daolio los demás días), a quien quiso destacar Del Mónaco: «Ha dado un gran salto en su repertorio y le auguro un gran éxito en este papel».
No obstante, y a pesar de los grandes intérpretes, en ninguna de las obras predominan los personajes (algo que también caracteriza al verismo), sino los cuadros: la fiesta, la algarabía, la devoción y la muerte.
Lo más interesante de I Pagliacci, aparte de contener uno de los temas más celebrados y reconocidos de la ópera (Vesti la giubba) es, según el maestro López Cobos, el punto donde se funden la comedia y la tragedia. Qué puede ser más paradigmático que la realidad de un payaso que tiene como oficio el hacer reír y contiene, sin embargo, un intenso drama interior.
Doble programa. Hasta el 25 de marzo en el Teatro Real (Plaza de Isabel II, s/n).
EL MODELO DE 'LA CAVALLERIA'
La ópera La Cavalleria Rusticana supuso un modelo para sus continuadores. Estrenada el 17 de mayo de 1890, en el Teatro Constanzi de Roma, el melodrama de Mascagni significó un verdadero acontecimiento. En sólo dos años triunfaba en ciudades tan dispares como Budapest, Filadelfia, Viena, Buenos Aires, Nueva York y, por supuesto, en Madrid. Aunque hace 23 años que no se representa en la capital, la última vez fue en el Teatro de la Zarzuela. La ópera extraída del texto de Giovanni Verga supuso la exaltación del canto sobre las demás artes, la plasmación de la realidad de la época, el predominio del cuadro sobre los personajes, un teatro en definitiva extraordinariamente comunicativo.