SILVIA GRIJALBA
Llevaba unas semanas que no paraba de acordarse de su hermana pequeña. Más que de su hermana pequeña en abstracto de las conversaciones que tuvieron, en la piscina de Lago, el verano en el que él tenía 20 años y ella 16, cuando Angela pasaba por uno de los grandes momentos críticos de la vida de casi todas las adolescentes de hace 20 años. Ese instante en el que el primer o el segundo novio empiezan a comentar la posibilidad de pasar del frotamiento y los besos a «lo otro», es decir, al coito.
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Angela estaba asustada. No podía comprender cómo podía resultar placentero que su novio le introdujera aquello por un orificio tan pequeño. Estaba claro, tenía que doler. Andrés se quedó de piedra cuando Angela le contó lo que le preocupaba. Todo aquello le sonaba a chino, más que nada porque la razón esencial por la que en su casa no habían conocido a ninguna novia suya era porque lo que había tenido eran novios. Él intentó tranquilizarla lo mejor que sabía y, mientras lo hacía, daba gracias a los dioses de no ser heterosexual y mucho más de no ser chica y poder librarse de todo ese engorro de la Primera Vez....
Ocho años después, Andrés se arrepentía de haber pensado que su hermana se preocupaba por tonterías. Por fin tenía una relación estable, con el que parecía que era el hombre de su vida y, después de seis meses de noviazgo, se le presentaba el mismo problema que a Angela. No podía decirse que Andrés fuera precisamente virgen, pero nunca le habían sodomizado. Como su hermana, pensaba que la relación entre el tamaño del elemento a introducir y el orificio era desproporcionada y, por otra parte, era una práctica de riesgo que no le apetecía correr en el cuarto oscuro del Strong (Trujillo, 7). Pero con Jose era otra cosa. Su mejor amigo le explicó que, en su condición de heterosexual, no podía entender el problema en toda su dimensión, pero que su chica le había regalado un dildo anal que era una maravilla. Se llamaba Aneros y estimulaba el punto g masculino. Andrés pensó que una buena forma de quitarse el miedo era intentarlo él mismo, así que fue a Amantis (calle de Pelayo ,46) y compró el artefacto. Tres horas después, ya en casa, el miedo había desaparecido y la relación orificio-elemento a introducir no le resultaba tan desproporcionada. Seis horas más tarde, después de su primera vez, comprobó que, pese a que el prospecto decía que Aneros estaba perfectamente diseñado para estimular el punto g, su Jose tenía un diseño aún más logrado.
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