Jueves, 15 de febrero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6269.
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ENTRADA DE ARTISTAS
Jaime Salom y el desamparado teatro comercial
Pedro Víllora

Es posible que la Fundación Premios Mayte sea más conocida por los galardones que le dan nombre, pero no es su única actividad. También está publicando textos de autores vivos como Rafael Mendizábal y Juan José Alonso Millán, y acaba de editar un volumen en el que Jaime Salom reúne las que denomina Mis obras predilectas. En su presentación, Alonso Millán recordó la importancia de los autores, puesto que son el patrimonio que va a quedar, y para ello es imprescindible la publicación de sus textos toda vez que la cultura dramática, en el fondo, proviene del teatro leído. ¡Cuántas obras de Esquilo, Shakespeare o Ibsen leeremos sin ver jamás! De ahí la necesidad de que también los contemporáneos sean editados, y tanto más cuando se trata de quien, como Salom, es «uno de los mejores dramaturgos, ya que el teatro de la segunda mitad del siglo XX no se entiende sin él». Son palabras de Alonso Millán que corroboraron Sancho Gracia, primer intérprete de Tiempo de espadas, y María Jesús Valdés, protagonista de la pieza con la que Salom debutó en 1955: Mensaje.

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Pero los elogios no desactivaron la ironía de Salom. «El problema del teatro de hoy es que nadie tiene respeto por nadie», afirmó el mismo que repitió las palabras de Roosevelt respecto de cierto nefasto norteamericano: «Es un hijo de puta, sí, pero es nuestro hijo de puta». Y continuó: «Quizá no seremos mejores que los autores ingleses o franceses, pero somos los hijos de puta del teatro español», de un teatro que, prosiguió, ni los quiere ni los respeta.

Jaime Salom, como suele, tiene razón. Quienes, como él, obtuvieron resonantes y continuados éxitos en los años sesenta y setenta, están fuera de la consideración de profesionales, comentaristas y estudiantes del teatro. El esnobismo cultural de los maléficos años ochenta quiso acabar y acabó con el prestigio de quienes habían obtenido el aplauso de una clase social mayoritaria en tiempos precedentes. Las obras de Salom y Alonso Millán, pero también las de Ana Diosdado, Antonio Gala o Santiago Moncada mantuvieron el aprecio de sus espectadores pero perdieron el cariño de las nuevas generaciones de artistas, fuesen verdaderos o infiltrados. Así, el término comercial se utiliza exclusivamente de manera peyorativa, como si la intención de todo teatro no fuese encontrar un público lo más amplio posible y comunicarse con él. Como si ciertas obras que son premiadas y respaldadas por su supuesto compromiso e independencia no debiesen su excelente taquillaje a haber sabido conectar con el ideario de una nueva clase tan dominante hoy como la anterior lo fuese en su día. Si los teatreros relativamente jóvenes ignoramos o despreciamos el pasado reciente, los que pierden no son Salom y los suyos, sino sólo nosotros, que habremos cortado los eslabones que marcan la continuidad del teatro español.

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