Jueves, 15 de febrero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6269.
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Sobre los actores
MANUEL HIDALGO

Creo que conozco muy bien, después de tantos años, a los actores. Son seres egocéntricos, neuróticos, narcisistas y, sobre todo, muy frágiles, muy inseguros emocionalmente. Viven de su fama y prestigio, pero, dicho de otra manera, también viven del amor. Del amor del público, que a veces es cruel, tornadizo, voluble.

Como necesitan el amor, son capaces, en su mayoría, de dar amor. Como son demandantes, también saben saber ser cariñosos y generosos, pues quien busca algo entiende que debe dar lo mismo para ser correspondido.

Los actores son tremendamente abiertos entre ellos. Tienen una liberalidad básica, piensen lo que piensen, de modo que, salvo casos muy anómalos, que también los hay como excepción, se quieren y se ayudan entre ellos sin mirarse el carné.

Hay que verlos en los rodajes. Los jóvenes admiran a los viejos, los viejos se vuelcan con los jóvenes. Todos se respetan. Hay que ser muy bicho, muy plasta, muy tostón, para no tener la admiración, el cariño y el reconocimiento de los demás. Todos se besan, se tocan, se cuidan entre sí.

Lo he visto mil veces, y cualquiera puede comprobarlo repasando los repartos de tantas y tantas películas. Directores jóvenes que llaman a actores veteranos identificados, por ejemplo, con el cine franquista, pero admirables por su talento. Viejas y no tan viejas figuras de signo político opuesto conviviendo sobre las tablas o ante las cámaras. Gran mezcla de edades e ideologías, todos envueltos en la misma manta del trabajo, todos conscientes de su debilidad al ejecutar siempre su número sobre el alambre.

El clima general que viven entre sí -ya digo, salvo casos de incompatibilidad personal por caracteres muy opuestos- en nada se corresponde con la alarmante hostilidad hacia ellos de la opinión publicada que, se diría, algo está calando en la opinión pública. No me consta ningún caso, anterior o actual, de animadversión hacia los actores de un país por parte de los agentes de la opinión pública como la que se viene dando en España. Es algo injusto, ingrato y amargo de veras. Porque los actores son, con independencia de sus opiniones políticas, quienes ponen carne y cara a nuestra realidad, quienes nos hacen reír, llorar o soñar cuando nos reflejan. Y eso, en los países con cultura y liberalidad, genera una excepción, una bula, que, sean cuales sean las opiniones mayoritarias entre los actores -trátese de la magnífica progresista Redgrave o del genial conservador Sordi-, les mantiene fuera de la inquina de los comentaristas. Al menos, de una inquina tan dominante como la que aquí se percibe.

Es verdad, a qué negarlo, que los actores -casi siempre rompepelotas y heterodoxos- no se enterraban en sagrado cuando la sociedad estaba en manos de poderosos y prelados, ¿pero ahora? La admiración y tolerancia entre ellos mismos, tan diferentes, es un ejemplo a seguir, y nada tiene que ver con la ojeriza que ahora algunos, demasiados, les profesan aquí.

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