Nunca fui buen jugador de futbolín, ni de fútbol, claro, pero ha fallecido ahora el inventor del futbolín y creo que se le debe un homenaje. Al menos yo se lo debo a aquel señor, que fue una temporada el mejor compañero de mi vida. Los datos sobre él los tengo archivados en mi ordenador y no voy a levantarme ahora a mirarlos. No me levanto yo de esta máquina ni aunque se muera un ministro. Prosigamos.
Vivíamos en un piso de Ventas, nuestro primer piso en Madrid. A las ocho en punto yo me tiraba de la cama como un bombero y, tras un trayecto de Metro, aparecía en la estación del Norte a recoger los periódicos del grupo, lo que se ha llamado luego, generalizando, el Correo. No falté ni una vez a la cita, salvo un día en que me acompañaba esa cruel señorita llamada gripe, cuando me di media vuelta dejando mi paquete, todavía caliente de tren, y me acerqué al quiosco a elegir un libro para meterme en la cama con lectura.
Recuerdo que el libro era El pollo no se come con la mano, de mi admirado Pitigrilli, quien me acompañó en la enfermedad todo el tiempo y seguramente me curó, porque los humoristas curan mucho, especialmente a los escritores sin humor. Y todavía me reprocha un periodista que viene a verme:
- Y usted sigue amarrado a la columna.
- Lo peor, hijo, es que la columna sigue amarrada a mí.
Qué tiempos aquéllos. A mí me daban mil pesetas mensuales por repartir la prensa de provincias en Madrid. Aquello sí que era columna. Liberado del ominoso paquete me metía en un bar de Alcalá que tenía futbolín, pedía un bocata calamares y me agregaba a los jugadores mañaneros y expertos. No jugaba muy bien, pero me sentía libre y hasta fuerte. Ahora comprendo que todo se lo debíamos al inventor del futbolín. Gracias a su máquina nos salvábamos del hambre en aquella bohemia franquista. Ahora ha muerto en el anonimato de los periódicos y me gustaría hacerle una columna con nombre y todo, pero ya digo que no voy a levantarme ahora para mirarlo. En un libro mío, Amado siglo XX, recojo, entre los grandes inventos, la bomba atómica, la bicicleta, el aeroplano, el teléfono de Graham Bell, y estuve a punto de meter el futbolín y ahora pienso que aquel inventivo español se lo merecía.
Muchos años más tarde, cuando me dieron un título honorario en la Escuela de Periodismo, no eché de menos a los grandes de la Prensa, que algunos de ellos no habían acudido al evento, pero sí me acordé del inventor del futbolín, gracias al cual no acabamos muertos de hambre aquella generación franquista sin saberlo, pues vivíamos a la sombra del Valle de los Caídos, que era perversa y perjudicó con la muerte a los supervivientes. Los inventores españoles no son inventores a secas, como los extranjeros, sino que aquí buscamos el beneficio y la caridad para repartir entre los mutilados y los niños despiezados, según nuestro origen católico. Quiero decir que con esa intención se inventa el futbolín. Yo no era un niño mutilado de cuerpo, pero sí de alma, que no iba nunca a comulgar a la parroquia. Cuando los demás practicaban el Santo Sacramento yo me quedaba en una taberna del barrio jugando con los otros chicos. Jugando al futbolín, claro.