Viernes, 16 de febrero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6270.
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Poder de cine
Individuo o masa
Montserrat Nebrera

Sin desperdicio alguno. No existe posibilidad de ausentarse física o anímicamente ni un solo segundo. Porque la dificultad fundamental que entraña El manantial, la película que King Vidor realizó en 1949, radica en la densidad del guión, que escribió Ayn Rand sobre su propia, famosa y antisocialista novela, y que contagia aquél de la necesidad de un seguimiento atentísimo, si el espectador no se quiere perder el despliegue más minucioso, sagaz y polémico realizado en un filme, de lo que McPherson denominó el «individualismo posesivo».

Encumbrada por el neoliberalismo a la categoría de decálogo moral, sus críticos políticos denuestan que en ella se ataque cualquier forma de sacrificio del ser humano individual por la masa en la que se integra. Desde una óptica miope, unos y otros expresan una dicotomía, liberalismo-socialismo, falsa, puesto que ambos movimientos ideológicos son en realidad manifestación de la misma herejía, ésa en la que el individuo olvida que tan ciudad es él como su familia, como la comunidad en la que se inserta, arrogándose consistencia propia, ya sea sólo o en compañía de unos lobos entre los que acaba diluido. El arquitecto protagonista, Howard Roark, explicita su desprecio por el colectivismo, una tesis recurrente en la filmografía de Vidor, y central en la argumentación de los que conciben la persona como ejercicio constante de la libertad, del «sagrado derecho a elegir», según definición de Roark en el famoso alegato final ante el tribunal de justicia, cuando defiende la legitimidad de dinamitar un edificio que él había creado de acuerdo con su idea y que luego otros pervirtieron por envidia, miedo y seguidismo.

Como sea que el filme no recuerda -tampoco era el momento histórico adecuado- que comunidad y masa no son la misma cosa, es fácil aceptar como mejor lo que defiende que lo que critica. En todo caso, y aunque el discurso final sea la parte más famosa, los logros del filme se encuentran, a mi juicio, en la descripción inicial del personaje que encarna Gary Cooper y al que con facilidad puede visualizarse como el líder que camina por donde no hay senda, abriéndola así a los que no pueden verla, a los que necesitan seguir a alguien, a los que, por otro lado son (lo sepa o no el que lidera) contrapunto necesario del individuo. Porque aunque el todo no puede negar la parte, ésta no existe si no es relación a aquél.

Por todo ello, estamos ante cine de masas sobre el poder en estado puro: el que durante un tiempo cree tener el perverso director del diario que intenta hundir al héroe, pensando que, en la opción que afirma única, entre someter y someterse, ha podido elegir la primera; el que ejerce el amor (no el héroe) sobre la chica, porque finalmente ésta «encuentra el adversario adecuado». Y el que ejerce quien camina sin pensar en quien le siga, y es por eso seguido, ya que el poder sólo se pierde, si quien lo tiene cree que lo ha perdido.

Con una estética que vacila entre la rabiosa vanguardia arquitectónica de los años 40 neoyorquinos y la luz expresionista y metaeuropea de la década anterior, éste es uno de esos ejemplos de lujuria fílmica intelectual, donde comentar un pedazo del metraje es ofender al resto. Casi seis décadas después, sigue dedicada a todo el que reclame la imperiosa necesidad de movimiento provocada en Occidente por la desidia del espíritu.

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