Los reinados en Arco son efecto del pasado. Del pasado reciente, eso sí. No hace más de dos o tres años, Picasso colgaba generosamente en algunas de las paredes áulicas del pabellón 7. Entonces había presencias rituales inevitables y numerosas, pequeñas taifas en las que sobresalía un conjunto de artistas repetidos hasta el agotamiento. Eran los valores seguros de un mercado aún poco dado al riesgo. Capitaneaban el club de los perpetuos Miró, Saura, Millares, Chillida, Arroyo, Campano, Valdés, Sicilia... Se vivía una fiebre por lo mismo entre la mayoría de los coleccionistas.
Sin embargo, en esta 26ª edición se aprecia más que en ninguna otra la diversificación, la ruptura de los protagonismos para dar paso a una oferta de banda ancha. Los síntomas de este cambio, según apuntan los galeristas, «tienen que ver con la mayor capacidad de riesgo de los coleccionistas, con la madurez del gusto y con la necesidad de enriquecer las colecciones».
No es que el arte español haya perdido el compás, sino que las galerías han abierto nuevas vías de trabajo. Resulta paradójico que Barceló, recién inaugurada su capilla en la catedral de Mallorca, no tenga su mejor año en Arco, algo que también tiene que ver con la ausencia de su férreo marchante, el galerista suizo Bruno Bischofberger.
Sólo Tàpies, de entre los viejos elegidos del lugar, mantiene el pulso con obras vibrantes en la galerías Toni Tàpies, Jan Krugier, Guillermo de Osma..., y así hasta sumar más de 10 stands que cuentan con presencias del artista catalán. «El arte español sigue dominando», apuntan otros. «Muchas de las galerías extranjeras saben que el de aquí es un mercado local fuerte, pero cada vez es posible ver tendencias que antes se han presentado en Miami (Art Basel) o en Londres (Frieze)».
Artistas como el ideólogo del joven arte británico (ni tan joven ya, ni tan sugerente hoy, ni tan radical) Damien Hirst, por ejemplo, cuentan este año con un dominio imponente. En su caso dentro del stand del mexicano Hilario Galguera. Algo improbable no hace más de 24 meses. Este auge se debe además a la irrupción de nuevas galerías, al rigor que se despereza -bienvenido- en este Arco de transición, algo más maduro sin dejar de ser complaciente con la moda. Ahí está, por ejemplo, una de las artistas de moda en EEUU, codiciada en la última feria de arte de Miami, la etíope afincada en Nueva York Julie Mehrethu, de la mano de los alemanes de Carlier/Gebauer. En pintura el neoinformalismo y un eco expresionista se impone al mains tream de los realismos que tuvieron su furor al final de los años 90.
Los soportes clásicos buscan nuevas formas de expresión, como las modulaciones de color de Peter Zimmermann en Distrito Cuatro; la electricidad bruta de Günther Förg en la alemana Bärber Grässlin; las sugerencias de Katharina Grosse que presenta la estadounidense Cristopher Grimes Gallery, artista representada también en Helga de Alvear; y la explosión líquida de Helmut Dorner en la alemana Vera Munro.
La pintura vuelve a tomar las riendas de la feria (también la fotografía, cada vez mejor), desde un amplio catálogo de registros. Los resultados espectaculares de las últimas grandes subastas de arte contemporáneo han redefinido de alguna manera -lejana, aunque palpable- los cauces de lo que exponer. La bonanza económica que abanica Arco -¿hasta cuándo?- permite también pensar en piezas más importantes, como el Pollock que presenta la galería neoyorquina Edward Tyler, valorado en dos millones y medio de dólares.
El ritmo de ventas seguía ayer según lo previsto, optimista para unos, espectacular para otros, según quien cante la estadística. El arte contemporáneo (sin propuestas atrevidas) aparece en esta edición de Arco bien peinado, mientras pierde presencia la vanguardia histórica, capitaneada por algunos veteranos sólidos como Leandro Navarro o Jan Krugier. Lo dicho, no es tiempo de reinos de taifas sino de voces cruzadas.