Viernes, 16 de febrero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6270.
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Control
ARCADI ESPADA

El diputado Mascarell abandonará en los próximos días su escaño en el Parlament de Cataluña y empezará a trabajar en la empresa privada. Se trata de cualquier cosa menos de una noticia local. El diputado Mascarell fue consejero en el último Gobierno de Maragall; y entre los consejeros de todos los gobiernos que ha formado el tripartito era de los pocos que sabía lo que llevaba entre manos. Esto es muy fácil de entender si se piensa que el consejero Joan Saura está al frente de la Policía Autonómica, Ernest Maragall al frente de Educación o Marina Gili al frente de la Sanidad Homeopática, Acupuntora y Alternativa.

El diputado Mascarell lleva 25 años dedicándose a la política cultural. No es que sea el español que más entiende del asunto; es que es el único. Tiene otra característica: todo el mundo, ya se ve mi caso, habla bien de él. Excepto su partido, naturalmente; pero es conocido que los vínculos con la realidad de ese partido son enteramente discutibles: los del partido socialista y en especial los de don José Montilla (toda una confortable vida en el sector público), que después de echar al consejero Mascarell de su sitio para que lo ocupase una cuota de Esquerra Republicana han sido incapaces de ofrecerle algo más que un escaño, es decir, un trabajo.

El asunto ilumina a la perfección la materia oscura de la política. En primer lugar las relaciones de poder en los partidos. El diputado Mascarell fue mirado siempre con aprensión por los profesionales de la siglas. La única razón es que no estaba bajo su control. Y no hay otra, por mucho que miren. La perfecta mediocridad de esos profesionales no tiene ninguna explicación misteriosa: dedican muchas horas al Control y muy pocas a cultivar su jardín. El conocimiento y la libertad pueden ser interesantes, pero no garantizan ni la nómina ni la fama: esto es cosa del Control, que no por casualidad es una marca de condones.

El caso, en su proyección, va bastante más allá de la crítica convencional a los aparatchiks. Cuando la función pública expulsa a un experto como Mascarell está dando la medida de sí misma y de lo que los ciudadanos pueden esperar de ella. El caso es también el enésimo indicio de una hipótesis por la que tal vez pueda explicarse parte de la historia moderna de España y el inhóspito presente: la indigencia intelectual, profunda, contagiosa, muy extendida, de unos dirigentes que para disimular su vacuidad suelen blindarse en el clan y el griterío.

(Coda: «Aquél que tiene derecho a voto en esta legislación se llama ciudadano. La única cualidad exigida para ello (...) es ésta: que uno sea su propio señor (sui iuris) y, por tanto, que tenga alguna propiedad (incluyendo en este concepto toda habilidad, oficio, arte o ciencia) que le mantenga; es decir, que en los casos en que haya de ganarse la vida gracias a los otros lo haga sólo por venta de lo que es suyo». (Kant, Teoría y Práctica, Alianza 2004.)

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