PEDRO G. CUARTANGO
A los políticos se les puede catalogar de muchas maneras. La forma más convencional de clasificarlos es por adscripción ideológica: de derechas o de izquierdas. Pero también se les puede identificar por su grado de nacionalismo, por su nivel de oratoria o por cualquier otro arbitrario criterio.
Leyendo a Ortega, se me ocurrió una catalogación que no parece demasiado original, pero que no he encontrado en ningún trabajo sobre la materia. Me refiero a la división entre políticos abstractos y políticos concretos. Escribe el maestro en La rebelión de las masas: «En las revoluciones intenta la abstracción sublevarse contra lo concreto. Por eso, es consustancial a las revoluciones el fracaso. Los problemas humanos no son, como los astronómicos o los químicos, abstractos. Son problemas de máxima concreción porque son históricos».
La reflexión de Ortega es acertada y sutil: las revoluciones fracasan no porque no sean capaces de plasmar en la práctica sus principios sino porque son incapaces de que los tranvías funcionen con puntualidad. Hay políticos con una cabeza privilegiada, llena de conceptos abstractos, que son un verdadero peligro cuando gobiernan.
Josep Pla cita el ejemplo de Indalecio Prieto como ministro de Finanzas del Gobierno provisional de la II República. Fue un desastre porque intentó moldear con sus ideas algo tan conservador como el dinero, mientras que su anodino predecesor, Joan Ventosa, fue un gestor prudente.
El doctrinario Prieto podría ser una muestra de político abstracto, al igual que Niceto Alcalá Zamora, que tenía fama de incompetente y era capaz de estar hablando una hora en el Congreso sin decir absolutamente nada. Zapatero es un dirigente que se acerca mucho al modelo de políticos como Prieto y Alcalá Zamora. Puede responder lo mismo a 10 preguntas distintas o proclamar de forma solemne la mayor de las obviedades.
El presidente imita a la sibila de Delfos: se expresa mediante frases ambiguas que pueden ser interpretadas en un sentido, pero también en el contrario. El dominio de la abstracción le ayuda a evitar errores.
Hay quien piensa que es un cínico, pero yo creo que ese talante abstracto que le caracteriza es un mero recurso para sobrevivir. Zapatero ha hecho de la mediocridad virtud. Y eso demuestra que es más inteligente de lo que la gente cree. Zapatero, como casi todo el mundo, es lo que parece. Pero él acentúa deliberadamente su simplicidad para que sus interlocutores piensen que hay algo profundo detrás de la vaciedad de sus palabras.
Cuando Zapatero dice una cosa, lo habitual es que no tenga significado concreto alguno, como los personajes de Alicia en el país de las maravillas. Ése es su gran truco. Sabe que la frontera entre el genio y la estulticia es tan fina que casi nadie es capaz de captarla. Tras escuchar a Zapatero, siempre nos queda la duda de si el tonto es él o somos nosotros.
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