FRANCISCO UMBRAL
Las progres de los 40 no se llamaban progres y se dividían en dos bloques: las chicas topolino y las progres. Éstas últimas revoloteaban por el Ateneo de Madrid tarde y noche. El Ateneo era una cosa que llevaba el Opus Dei y allí floreció Carmen Laforet, una catalana que escribía toda la noche y un día ganó el Premio Nadal, que se inauguraba. Le pregunté a mi madre cómo era la novela y me dijo lacónica:
- No vale ni el papel en que está escrita.
Toda la crítica fue favorable, salvo Juan Ramón Jiménez, a quien estaba dedicado el libro y de quien la Laforet había tomado el título, que lo era de un poema del gran lírico exiliado. Cuando se hizo balance en serio salió que efectivamente la cosa no era buena, o sea que Carmen Laforet había ganado en falso, salvo la condena de mi madre y Juan Ramón Jiménez.
«Qué quietas se están las cosas y qué bien se está con ellas». Así empezaba el poema de JRJ. Ahora, muchos años más tarde, se anuncian las memorias de la escritora, que parecen más interesantes que sus repetitivos libros, con incrustaciones que suenan al poeta de Moguer. Así: Zumo de luna. El finalista había sido un escritor profesional, César González-Ruano. Los editores se justificaron diciendo que habían hecho una votación democrática y Ruano les contestó: «Hemos hecho una guerra de tres años para enterrar la democracia y ahora la sacan ustedes otra vez con su premio de provincias». César era un cínico, pero los cínicos suelen tener razón. En aquellos años yo era un niño tísico y literario. El único mérito de Nada era que anunciaba el advenimiento de las progres, que ya llevaban años en París pisando fuerte, o sea Simone de Beauvoir y Françoise Sagan.
En estos días se cumple el aniversario de la muerte de Carmen Laforet. En Madrid he tenido como director de Vida Mundial a Manuel Cerezales, esposo de Carmen. Mi primera visita a Cerezales fue en su casa, esquina O Donnell, estando presente ella que se limitó a mirarme sin expresión, como resumen de su antipatiquismo.
Los hijos del matrimonio son buenos escritores y tienen la cara bella de la madre. Cerezales ya ha muerto. Carmen, pese a lo dudoso de su novela, inaugura con ella el feminismo literario español. Aquí se da un curioso fenómeno: las esposas y compañeras de los escritores enviudan sólo para heredar el nombre, como Josefina Aldecoa, Carmen Martín Gaite y otras. Me he dado una pasada por el Ateneo y sigue habiendo progres. En cuanto a las chicas topolino, se pasaron pronto de los zapatos topolino a los zapatos Gilda, recluyéndose en la mesa más literaria del Café Gijón. Una progre de la música, Massiel, dijo a la prensa, cuando Eurovisión, que había leído el primero y el segundo sexo de la Beauvoir. Las progres ignoran estas cosas, pero ponen librerías muy bien montadas y se han enterado ya de que hay un segundo sexo pero el suyo es el primero. La Laforet triunfó en falso, para algunos, y escribió mal para mi madre. Juan Ramón ayudó a hundirla con sus rabietas periódicas. Acababa odiando a sus admiradores. Ahora los progres no leen a Juan Ramón. La literatura, en España, ha sido siempre un jaleo y lo sigue siendo. No sé por qué la Laforet me miraba tan fija en su casa.
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