Sábado, 17 de febrero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6271.
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DIARIO LIBRE
Estambul, rasgada y parcial en la memoria
RAUL RIVERO

Orhan Pamuk abandonó la única ciudad que ha amado con una amenaza en la cabeza. Era el primero de febrero y en el aire flotaba la última frase que dijo a un amigo: «Me voy para mucho tiempo».

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Martes

Ventana para el Bósforo

Cuando iba a rayar el mediodía, casi a las 12.00, con el sol en la mitad del cielo, Orhan Pamuk entró en silencio al avión. No había prensa, ni un grupo de amigos que le despidiera en la terminal. Su salida es componente virgen para el relato que escribirá mañana. La crónica de un abandono o un desalojo contada con el lenguaje terso que lo llevó a Estocolmo el año pasado a recibir el Nobel de Literatura.

Lo tendrá que hacer él porque el primero de febrero, este hombre de 54 años hizo una rápida visita a su banco y le comentó a un amigo que emprendería un viaje largo. Se iba de la ciudad donde nació. Su interlocutor, un periodista turco, no ha revelado la tesitura del tono en que le dijo: «No voy a volver en mucho tiempo».

Pamuk debe tener una noción particular sobre la manera en que pasan las horas por la existencia de un ser asediado. No puso fechas. No trabó entre dos estaciones del año la dimensión de su ausencia. En realidad, el miedo no se presenta con fecha de caducidad. Está adormecido en las personas y lo espabilan las amenazas, los peligros, la proximidad de la sangre y sus destellos que van del negro impuro hasta el carmesí.

El escritor debe tener también vista larga para la muerte. La sabrá distinguir entre los monumentos urbanos y las sábanas limpias. La descubrirá sin esfuerzo en los ojos de los extremistas y en el corazón enfermo de los violentos y los intolerantes. La vida le ha dado esos dones; la experiencia, la presión final para montarse en la aeronave. Mudo, discreto, concentrado, después de escuchar estas palabras en la voz de Yasin Kayal, un instigador de asesinatos: «Prepárate, prepárate».

El problema es que, por mucho tiempo que dure la existencia de un ser humano, nada lo puede preparar para desmantelar su pasado y tachar, como si fueran líneas desbordadas de un mal dibujo, los ambientes donde se aprendió a caminar, las estancias donde se precisaron los sentimientos y el punto de la Tierra que entrega la identidad y las claves de la permanencia.

Irse de Estambul, llevarse la ciudad fragmentada y parcial en la memoria y en la confusión de los cinco sentidos, es lo que tiene que dar Pamuk para ser libre y conservar la vida. Dejar su tierra sola, atravesada por fanáticos que han monopolizado a la fuerza las querencias de las geografías, lo une a un inventario de caminantes.

Orhan Pamuk conoce las confabulaciones judiciales y los tumultos, los cartelones y los insultos, los puños en alto, las llamadas telefónicas en la madrugada y las calles cruzadas con un escalofrío y una inquietud que no tiene nada que ver con los vehículos. Y tiene que ver. Él, como los demás viajeros con pasajes tramitados por las dictaduras, sabe de las luces que se apagan, de los peligros de las bufandas grises y los parques vacíos.

A mí me gusta recordarlo en los días de las fiestas del Nobel, con la mirada fija en la cámara. El Bósforo detrás, en el marco de la ventana de su casa en Estambul. Quiero dejarlo ahí aunque él esté de viaje por Estados Unidos. Prefiero que esa ventana permanezca cerrada hasta una fecha en blanco que aparece en todos los almanaques.

Jueves

Amores viejos

Estaba ahí, negra y misteriosa. Sus teclas, llenas de letras y de signos, y mi tío Julio César Morales, sentado frente a ella -guayabera blanca con manchas de tinta azul- la miraba como si, de un momento a otro, la fuera la comprender.

Era una Underwood con aroma de aceite fino. Con unas piezas niqueladas en el carro espacioso y unas mayúsculas despejadas y definidas que parecían capitulares pintadas por un artista de la caligrafía. Fue la primera máquina de escribir que traté y conocí de cerca, la primera que aprendí a querer. Ella me enseñó a disfrutar la música concreta de los rodillos, los tipos y el espaciador.

Tuve una relación casi sensual con ella, aunque, al principio, sólo me permitía sacarle de su mecanismo barroco estas dos propuestas primitivas: qwert y poiuy.

Fue en una provincia cubana de los años 50, una etapa extraña que me hacía valorar a los adultos por el hecho de que tuvieran o no máquina de escribir, aunque, como solía pasar, no las usaran nunca y se pasaran meses cubiertas por una caperuza de hule o en un estuche misterioso, como las guitarras, con sus cierres de trampas.

En las vidrieras, en el Instituto de Segunda Enseñanza, en la Escuela de Comercio, en las academias de mecanografía, me fascinaba el espectáculo de las máquinas preparadas para que vinieran los músicos y empezara el concierto.

Tuve después la mía, la personal, la que sentí más cerca. Se llamaba Maritza y era búlgara, arisca, quebradiza y voluble. Con ella pasé en limpio mis primeros libros de poemas, los reportajes celebrativos y propagandísticos con que me inicié en el periodismo y algunas crónicas a favor del aire que salé con lágrimas de cocodrilo.

Me acompañó en las buenas y en las malas, sobrevivió huracanes de altos grados en todas las escalas, pero en los 90, cuando se declaró en Cuba el Periodo Especial (un eufemismo para ocultar la pobreza absoluta y el empecinamiento y el delirio por el poder) la vendí para alimentar a mi familia.

Vino después una cónsul francesa, sospechosamente fiel. Me la confiscó la policía política en el verano de 1997, junto a decenas de artículos, fotos familiares y recuerdos, después de un registro de 10 horas en casa.

Me puedo ver todavía, candoroso y humillado, en el momento en que le digo a un oficial de la Seguridad del Estado: «La máquina no. Devuélvemela, ella no sabe nada de esto y, de todas formas, me voy a conseguir otra. Pero ésta y yo nos conocemos. Es inocente, ella se deja llevar por mis impulsos».

El hombre fue implacable. Cuando me llevaban, la vi allí, entre los archivos de la agencia Cuba Press, algunos libros y folletos, gris y nacarada, ajena, involucrada ya en el inventario de un preso.

Tuve otras aventuras ligeras, pero la memoria es parcial y caprichosa y sólo me alcanza ahora para llegar hasta el teclado verde botella de una Smith Corona, eléctrica y hermosa, precisa y rápida de la que me separé no sé por qué asunto baladí.

Hay una Robotron rusa, enorme y ruidosa con la que tuve un matrimonio pendenciero y estable, hasta que la vida nos hizo enrumbar caminos diferentes con acusaciones mutuas de infidelidad.

Otras muchas habitan las provincias oscuras del recuerdo. Máquinas de paso, con filosofía de prostitutas, fáciles y disponibles, el teclado siempre abierto a cualquier mano en las salas de redacción.

Ahora que su tiempo se ha ido, las he querido recordar. No renuncio a ellas porque en mi país están prohibidas las computadoras, internet y el correo electrónico. Guardo un sentimiento de gratitud por esos ingenios, tratados hoy como chatarra, materia de museo, como adorno o reliquias familiares, verticales en la pared, junto a las fotos de los antepasados y un reloj pendular.

Recuerdo con cariño la Underwood de mi tío, aquel periodista provinciano que murió en el exilio en Puerto Rico. Y desentierro fragmentos de una nota de amor y de nostalgia que escribí en otro tiempo para renovar, libre en Madrid, con mi ordenador cómplice y silencioso, el juramento de fidelidad a la Olivetti esbelta y beis que me distrajo la policía en la primavera negra de 2003.

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