RUBÉN AMON
La celebración de los partidos a puerta cerrada ha demostrado que el calcio puede sobrevivir sin necesidad de alojar a los espectadores en las gradas. Financiera y económicamente, puesto que los ingresos que aporta la taquilla representan apenas un 12% del rendimiento comercial en los grandes clubes italianos. Pesan mucho más los beneficios de los derechos televisivos y comienza a percibirse el valor de la mercadotecnia. Razones de pragmatismo pecuniario que la clase directiva ha considerado prioritarias respecto al cultivo honesto de los aficionados.
Aficionados. Ahora sabemos que ha descendido un 21% el público que asiste a los partidos italianos desde el inicio de la temporada. Será por razones de saturación mediática. Será por motivos de acomodamiento doméstico. Será porque el castigo de la Juventus y el Milan ha adulterado el campeonato. O será porque llevar a la criatura al fútbol, pongamos, requiere la experiencia de inhalar gases lacrimógenos, correr delante de los antidisturbios como si fueran los mismísimos grises, compartir el metro con los muchachotes neonazis y cruzarse con la hinchada enemiga en un callejón oscuro.
Berlusconi. La explosión guerracivilista del Catania-Palermo se ha interpretado como un límite infranqueable. No faltaban muertos ni argumentos con anterioridad para haber atajado en Italia la sensibilidad hacia los movimientos ultras, pero nuestros socios transalpinos han convertido el fútbol en un escenario de autocomplaciente permisividad. Las víctimas inocentes de Heysel le habían procurado un estatus de indulgencia internacional y de comprensión victimista, aunque también han influido en este mismo contexto propiciatorio las conexiones entre la clase dirigente y los salones del poder político. Empezando por Silvio Berlusconi, cuyo Milan era un artilugio imperial y una manera de instrumentalizar viciosamente el beneficio de las gestas deportivas. Pan y circo, decían los romanos.
Identificación. Ha cundido en el fútbol el desarraigo y ha crecido en la misma proporción la militancia radical de las gradas. Los angelitos no pueden aferrarse a ningún atenuante digno de alfabetizarse, pero los clubes sí han dejado demasiado espacio a sus machadas y atrocidades. No sólo por la omertà y la tolerancia. También porque el despiadado enfoque comercial del espectáculo ha degradado los símbolos de identificación. El club es un fenómeno cada vez más ajeno e incomprensible para los espectadores, mientras que la dimensión errabunda de los futbolistas ha destronado la vieja devoción hacia el ídolo. Debe resultarle difícil a un hincha normal de Inter asistir a la resurrección milanista de Ronaldo. Los tifosi violentos, en cambio, han encontrado en la ideología, el extremismo y la guerrilla dominical unas certezas y unas certidumbres que llegan al extremo devocionario del tatuaje.
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