En la Casa de Campo la temperatura es un par de grados inferior a la media de la de Madrid. En el primer día de juicio, las tanquetas de la Policía dejaron huellas en la escarcha y los helicópteros arquearon los álamos. Se vio a Pedro 'el Ermitaño' alejarse en el burro que montaba, y salieron a tomar el primer sol los lagartos desde las trincheras y los búnkeres. No se observaron brujas vaticinadoras, ni cuervos sangrientos; volaban los loros que un día se escaparon del zoo, y son tantos que en el Club de Campo los regalan, porque se han convertido en una plaga.
Las ardillas han desparecido, apenas quedan cuervos y loros. Insisto, no se han visto aquellas brujas que anunciaron que lo sublime es terrible, pero a mí me pareció, otra vez, como cuando estuve alguna vez en Moncloa, que la Casa de Campo es el bosque de Birnam que avanza sobre la Europa sin anhelos, sin sueños, sin escudo, ésa que alquila los seguratas a los americanos.
El bosque de castaños frescos, sauces y pinos tuvo un día rebecos y osos para que cazaran los reyes, hasta que la República dejó entrar en él a todos los ciudadanos. En estos días, otros son los dioses, otros son los cazadores, otros los cruzados. Han llegado unos combatientes que, camuflados con ramas de carrasca, lanzan llamadas a la yihad, y llegan por internet desde el Atlas al Himalaya. Nuestros soldados tienen que ser engañados con propaganda para enviarlos al frente; ellos se enrolan voluntariamente porque su religión es en sí misma nihilista, suicida. Ya una vez Umbral vio la Casa de Campo, «donde las putillas orinan su orina fresca y perfumada», Manzanares abajo, como una trinchera eterna. Las brujas aún no han hablado, ni han anunciado que hay en toda Europa un batallón con el objetivo de abreviar la agonía del continente, de España.
Dicen que el bosque de Birnam anunciaba la desintegración de Escocia y avisaba de que el crimen sigue siendo la esencia del poder, la comadrona de la Historia, como después dijo el barbudo. Las democracias ya no conocen el arte de la partera, o sea la mayéutica; a la violencia, en vez de díálogo, oponen retórica, propaganda, bombas. El complot no es oculto y la conspiración no es una paranoia. Los que vienen al asalto traen los planos del castillo. Todo lo han olvidado menos las naves de Mutamid, como muertos en sus fosas, cuando caían en el Guadalquivir los velos, porque las vírgenes no se cuidaban de cubrirse. Son mandangueros con armas químicas. Ellos y los de la boina, no nihilistas, terminan en el teatro, donde mueren Macbeth o Julio César para que se repita la escena, por los siglos de los siglos.
El terrorismo es teatro; no hay nada que se parezca más a una comedia que un juicio. Observen, si no, entre las tanquetas, como se acerca el bosque de encinas.