MARÇAL SINTES
«¿Y cómo es él?». A la pregunta popularizada por la canción de José Luis Perales intentaremos responder, si bien brevemente.«¿Cómo es, realmente, el presidente de Cataluña?». Empecemos por lo fácil. Montilla se define como socialista y liberal, algo que, por cierto, cuenta con larga tradición sobre todo fuera de nuestro país. Se autocalifica igualmente como catalanista.Montilla es de los que distinguen entre catalanistas y nacionalistas: los primeros serían los virtuosos y modernos y, los segundos, bastante poco recomendables, amén de anticuados. A su entender, no sólo hay catalanistas no nacionalistas -como él mismo- sino que tampoco todos los nacionalistas son catalanistas, afirmación harto discutible. (Véase Jose Montilla. Radiografía de la calma, de Juan Ramón Iborra).
Montilla es un político radicalmente pragmático, nada visionario e incluso muy poco ideológico («no creo en las ideologías omnicomprensivas que todo lo expliquen», sentencia en el libro de Iborra). Se confiesa, además, partidario de tomar las decisiones más adecuadas en cada circunstancia concreta. Su catalanismo es pálido, aunque consistente: reléase por ejemplo su defensa del catalán y la inmersión lingüística en el pleno de investidura. Luego está su origen inmigrante, que el PSC ha querido utilizar -ahí está el vídeo con trenes y maletas lanzado en precampaña electoral- para dar una mano de épica a su número uno. Mi parecer es que la presidencia de Montilla, nacido en Andalucía, encarna satisfactoriamente la obsesión por la cohesión social y la integración de los políticos catalanes, de Pujol -en quien ha hallado más inspiración de la que pudiera parecer- muy particularmente.
Vamos, sin embargo, al estilo. Porque el estilo es lo que le hace original. Montilla manda y mucho. Pero ha decidido no liderar o, para ser más exactos, no liderar personalmente. Es un liderazgo, pues, por inducción, que se cuece en el día a día. Se diría que ha renunciado a actuar, a encarnar al político actor -en el sentido que lo describiera Artur Miller en La política i l'Art d'Actuar- y dirigir la obra evitando al máximo que los focos se detengan en él. El presidente catalán administra la realidad por detrás de ésta, nunca por delante, al frente o abriendo camino. Igual que los capitanes de trasatlántico, prefiere maniobras rumiadas, lentas y suaves. A veces logra incluso que sus decisiones parezcan inevitables, como cayendo por su propio peso. Montilla encaja, con todo los respetos, en la caracterización del perfecto aparatchik: conocimiento de las propias limitaciones; inoxidable voluntad de poder; gran capacidad de trabajo; infalible autocontrol emocional; observación científica del adversario; y obsesión por mantenerse maquiavélicamente protegido, a salvo.
El carisma, del carisma frío, que acaso tiene Montilla se basa en su impenetrabilidad. En no dejar que los otros sepan qué siente o piensa. Para ello se zambulle en largos silencios. Tantos y tan densos resultan esos silencios de Montilla que algunos se preguntan si lo que en realidad ocurre es que con frecuencia tiene poco que decir. Como buen aparatchik y como teorizó el alemán Max Weber, sabe que manejar la información es fundamental -las filtraciones periodísticas le irritan sobremanera- para mantener la nave bajo su estricto y personal control, control que a veces lleva hasta los mas nimios detalles.
SEÑALES DE HUMO
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