Domingo, 18 de febrero de 2007. Año: XVIII. Numero: 6272.
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CLASICA
Identidad y ductilidad
JOSÉ LUIS VIDAL

Obras de Schubert y Dvorák

Real Orquesta del Concertgebouw. / Intérpretes: Mariss Jansons./ Director: Mariss Jansons. / Escenario: Palau de la Música Catalana./ Fecha: 15 de febrero.

Calificación: *****

BARCELONA.- Ofrecido casi por sorpresa, aprovechando un hueco en la apretada agenda de la gira de la Orquesta del Concertgebouw con su director titular, Mariss Jansons, al frente, este concierto fue un doble magnífico regalo, el de lo inesperado y el de su excelencia. No es cuestión aquí de resumir las cualidades que hacen del conjunto titular del Concertgebouw a una de las mejores orquestas del mundo. Pero sí vale la pena recordar -desde luego no será un descubrimiento- un par de cosas significativas: de entre esas orquestas -un conjunto sometido también a la globalización, hipertecnificación e indiferenciación dentro de la excelencia- es una de las poquísimas que tiene un sonido propio, que la hace identificable; y, al mismo tiempo, cuando toca Schubert, por referirnos con el ejemplo al concierto que comentamos, da la impresión de ser precisamente la orquesta adecuada para Schubert y cuando Dvorák, para Dvorák, y cuando Haydn -la grácil hasta lo inefable versión para toda la cuerda orquestal de la célebre Serenata-, para Haydn.

De esta ductilidad es felizmente responsable también un Mariss Jansons que no le va a la zaga, ni en excelencia ni en personalidad a la Orquesta, o viceversa. Añádase a eso una vivísima comunicación de los músicos entre ellos, una impresión de conjunto en constante interrelación, desde el primer violín hasta el contrabajo más alejado de él fisicamente (lo decimos así porque en esta orquesta no hay últimos atriles, todos son primerísimos), desde el piccolo hasta la tuba y los timbales, y todos atentos al director y éste controlándolos con un abanico sobrio de gestos precisos y cordiales, unos y otro cómplices para dotar a la juvenil Tercera Sinfonía de Schubert de una curiosa seriedad, la del casi novel compositor que, mirando a Haydn, quiere hacer bien sus deberes, en el Adagio intoructorio de la sinfonía, o de una frescura y de una marcialidad, un poco ingenua, la que recuerda sus músicas militares, en el decidido Allegro.

Pero es que luego el Dvorák fue el mejor Dvorak porque, magistralmente, orquesta y director pasaron de ser vehículo de aquella levedad juvenil a serlo de la gravedad, la melancolía, la sonoridad pastosa o refulgente que hacen nueva la Sinfonía nº 9, Del nuevo mundo cuando se interpreta con tanta ciencia y corazón. Todo eso lo consigue Jansons de sus músicos moldeando el sonido con las manos -los misteriosos inicios del Adagio inicial y del Largo, el segundo movimiento, o aquel coger casi materialmente la melodía de una flauta, un oboe, un clarinete y depositarla en el unísono de todos los violines, que suena con no menor delicadeza que en el solista de viento- o con un trazo preciso de batuta que marca un incisivo regulador o un decisivo golpe de timbal. Magnífico.

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