JAVIER BLANQUEZ
BARCELONA. - Se sabe que, de padres a hijos, se transmite únicamente la información genética y que el talento, si se tiene, se logra por otras vías muchas veces inescrutables. Lo mismo se puede decir de la fama. Sean Lennon es hijo de John Lennon y Yoko Ono, pero ni ha heredado la genialidad de sus ancestros ni tampoco el apoyo de los fans de papá y mamá.
Con sólo 200 personas delante en su concierto del viernes en Barcelona (anoche actuó en Madrid), es decir, poco menos de un tercio de la capacidad total de un Razzmatazz 2 que lucía desangelado y frío, y un repertorio plano que se alargó de manera artificiosa poco más de una hora, volvió a chocar Sean contra la dura realidad del hijo de famoso que sigue los pasos de sus padres por capricho y sin excesivas aptitudes: los apellidos no han sido ni serán patente de corso.
Sean Lennon se presentó con una elegante banda, vestida informalmente de traje y corbata, para hacer de su repertorio una peculiar metáfora de esa apariencia externa colectiva: sobrio y delicado por fuera, pero completamente anodino desde todos los puntos de vista, convencional, sin sorpresas de ninguna clase. Hablamos de las canciones de Friendly fire, el nuevo disco del hijísimo, una colección de temas pop con vestimenta psicodélica y emotiva que, comparados con los de aquéllos a los que pretende acercarse (Spiritualized, Sparklehorse, los últimos Mercury Rev e incluso The Flaming Lips, que han hecho una versión de Yoko Ono en el disco Yes I'm a witch), demuestran todas las carencias posibles de inspiración e imaginación.
Sobre el escenario, no pasaba nada. La banda iba desgranando, quizá sin ganas visto el escaso éxito de convocatoria o quizá porque Sean Lennon es así de desaborido, un conjunto de canciones cortadas por el mismo patrón, lentas y supuestamente relajantes, incluida Would I be the one, que dilató inexplicablemente con solos de guitarra expansivos y un final atmosférico pesado. Así acabó antes del bis, no sin antes haber paseado por todo tipo de lugares comunes.
Amenazó con tocar alguna canción de los Beatles -no lo hizo; sabe que sería cavar su propia tumba- y tres cuartos de lo mismo con Black Sabbath, también de manera abortada tras dos arranques que se quedaron en simples intenciones. O era una broma -lo que no quedó del todo claro- o sus músicos quizás eran más incompetentes de lo que se podía imaginar. Al final, se contentó con barrer sólo para casa y tocar su propio material.
El tipo de público que acudió al primero de sus dos conciertos en España también resultó sumamente esclarecedor: joven, ni demasiado hipster ni mainstream. Un público posiblemente ajeno a la mitología beatle y desentendido de la continua reivindicación de la figura de John Lennon en tiempos de guerra.
Quedaron, en definitiva, totalmente expuestas en Barcelona sus muchas limitaciones.
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