Hace ya tiempo, Francisco Umbral esclareció sin equívocos la raíz de su escritura: «Soy desesperadamente autobiográfico». Con esta confesión, precisaba su postura en el complejo entramado de las letras de la pasada centuria, cuando renuncian desde su inicio a interpretar el mundo en clave positivista, reivindican el subjetivismo y abren la modernidad.
A partir de ese radical planteamiento, Umbral se convierte en uno de los mejores representantes de la novísima literatura y en uno de quienes más a fondo, hasta sus últimas consecuencias, han llevado la intuición y el designio que un siglo atrás, en 1909, formuló Ramón Gómez de la Serna. En un artículo de su revista Prometeo, El concepto de la nueva literatura, sostenía que «toda obra ha de ser principalmente biográfica y, si no lo es, resulta una cosa teratológica». Esa nueva literatura, señalaba Gómez de la Serna, se desentiende de la literatura de antaño por su odio a la frase hecha, al tópico, incorpora el atomismo y asume la «vida de hoy desvelada, corita, contundente como nunca».
Era todavía una literatura de transición, anotaba el autor de Automoribundia, pero, andando el tiempo, se confirmó como una corriente definitoria de la nueva sensibilidad. En ella, ha militado sin incertidumbre Umbral desde un principio, desde que, mediados los años 60, proclama su voluntad de hacer una novela «pop», es decir, de meter la realidad en el libro, no contarla, llenarlo con la presencia de las cosas, como hacía el propio Ramón Gómez de la Serna, más sensibles ambos a las formas que a las psicologías.
Sobre estos pilares se levanta la obra numerosa de Umbral, o al menos el conjunto más voluminoso de ella, construido pieza a pieza con los mil detalles de una escritura exhaustivamente memorialística, anclada siempre en una absoluta subjetividad. Es Umbral la máxima encarnación, a la par que su maestro, si se quiere, en la literatura castellana de la escritura del yo, dicho con la retórica académica de moda.
Las calles de la ciudad umbraliana están delineadas por las múltiples moradas del yo. A un lado, los libros que muestran sus desvelos de joven letraherido, con el testimonio de la infancia, la adolescencia en el burgo podrido y la conquista de la capital. Trazos poéticos o simbólicos aluden desde los títulos a esa experiencia: los cuadernos de Luis Vives, el hijo de Greta Garbo, el niño de derechas, las ninfas... Al otro lado, la crónica tumultuosa de la historia española, con multiplicadas incursiones en Madrid, el retrato del César visionario y sus adláteres o el advenimiento esperanzado de un socialismo rejuvenecedor.
La historia reciente vive en la obra de Umbral a través del prisma de una subjetividad totalizante. El mundo se convierte en una especie de expresión del yo. No hará falta decir que el procedimiento básico de este empeño de crónica sui generis reside en el recuerdo y, aferrado el autor a ello, aún cabe una nueva vuelta de tuerca. Es lo que inspira Amado siglo XX, según el mismo advierte: «Estos libros se hacen, más que para recordar, para recordarse». Y, en efecto, esta última entrega de Umbral son unas memorias literarias de la anterior centuria donde acomete el sistemático rescate de sí mismo. Vuelve a sus temas ya sabidos, retorna a personajes suyos, se reafirma en encuentros y desencuentros. Y, por supuesto, reivindica el estilo como la gracia del escritor: «La manera de decir las cosas importa mucho más que esas cosas. Cuando se ha contado algo sin manera, es como si no se hubiera contado nada».
Curiosea Umbral, como dice, en los momentos más vibrátiles de su vida y llega a la indisoluble identificación de vida y literatura. El escritor, que siempre habla de la vida desde la literatura, se aboca aquí a fundir ambos principios eliminando la leve barrera que podría separarlos: «Para mí, el oficio de vivir es el oficio de escribir. No distingo entre estética y no estética. La estética es la forma de manifestación que tiene todo acumulado: vivir, escribir, viajar, llenar periódicos, etcétera».
Esta «pequeña y emocionada memoria del siglo XX», según define Umbral su nueva obra, tiene algo de síntesis o balance. Este libro despide el siglo, dice, y apostilla, «y sin duda me despide a mí». No pasa desapercibido que el «epílogo» lo escriba en tercera persona quien ha hecho un banderín de la primera persona. En ese breve texto visionario, «hombre, vida y obra» forman una tríada como una unidad distinta del autor real, como el producto salido de un creador exterior. Una paráfrasis bíblica cierra la última página y convierte al cronista en demiurgo: «Umbral contempló su obra con sosiego y se tumbó a descansar». Amado siglo XX produce, en su conjunto, una impresión elegíaca y esa imagen final le añade un carácter testamentario.