Tan difícil es estar de acuerdo con alguno de los juicios categóricos de Ramón Gaya («Caravaggio es un pintor mediocre», «Balthus hace cartelones», «Morandi, puro aburrimiento artificioso») como no valorar su valentía. No se realizaron para epatar ni para llamar la atención. Gaya no necesitaba alharacas para atraer la atención sobre la pureza de su pintura. Son juicios elaborados desde la profunda verdad de un artista que cree fervorosamente en que la misión esencial de una obra artística es crear... vida (en la obra escrita de Gaya, son recurrentes los puntos suspensivos y las cursivas, como si estuviera seguro de que las palabras no alcanzaban nunca a expresar en toda su dimensión sus ideas).
Gaya compuso uno de los más atrevidos ensayos que se hayan escrito entre nosotros acerca de la crítica, que considera un oficio artificial e innecesario. Todo lo que sea artificio, para Gaya, es pomposo, sobra. Y la crítica la realizan individuos que entienden de cosas que no comprenden, que no pueden comprender. De ahí que sólo haya una crítica posible: la crítica de los propios creadores. De ahí también que el crítico más grande del siglo XX sea Juan Ramón Jiménez, siempre desde dentro del propio oficio de poeta.
El artificio, para Gaya, denota insuficiencia, mentira de una obra y la falta de vida: por ejemplo, afea a Morandi que, para pintar sus bodegones, les diese una mano de pintura ocre a las botellas que utilizaba de modelos porque, con ese gesto, estaba declarando a las claras la naturaleza artificiosa, la mentira de la obra.
Para Gaya, sólo hay dos categorías: los creadores y los demás. Los creadores son los que extienden el misterio desolador, la grandeza, el enigma de la vida. Velázquez capitanea ese equipo, en el que también figura Picasso y en el que hay todo un capítulo dedicado a Oriente -tan destacado en Gaya, nuestro más importante pintor chino-.
En las entrevistas que, para la editorial Pre-textos compila Nigel Dennis, figuran algunos de los grandes valedores de Gaya, algunos de los que se obstinaron, para nuestro bien, en defender la pureza insólita de su obra: Andrés Trapiello, Manuel Borrás, Juan Manuel Bonet (que ha escrito que, en las viñetas de Gaya para las portadas de Pre-Textos, está, de alguna manera, todo el mundo de Gaya, uno de esos artistas que ponen todo lo que son en lo más pequeño).
Pero la entrevista más importante es la de Elena Aub, 100 páginas que son un boceto de autobiografía. El niño precoz murciano que expone sus dibujos el seguidor del cubismo que se cae del caballo de las vanguardias en un decepcionante París, el colaborador de Hora de España y amigo de Cernuda que se exilia en México (allí, por no alabar al todopoderoso Diego Rivera, tendrá problemas), el pintor que descubre Venecia... Gaya es siempre un soplo de aire fresco y verdadero.
Cuando aparece luchando contra gigantes disfrazados de molinos de viento -Miró, Tápies o Antonio López-, tal vez se le va la mano; pero es la mano de un artista verdadero, la mano que hace crítica desde dentro, en su apuesta constante -y puede que anacrónica- por reconocer en el arte, nada más y nada menos que vida, auténtica vida, de la que el artificio y la artificiosidad son enemigos.