Al fin te tengo. Ha llegado tu momento; de ésta no te escapas». Una monja feroz, tocada con un enorme calamar, mantenía atado con firmeza a un maloliente pecador, entre cuyos dientes renegridos rezumaba impensables blasfemas. A su lado, los esqueletos se aprestaban a rodear a mancebas pechugonas y desenfrenadas, mientras monjes de sayos severos la emprendían a mandobles contra los borrachos y desparramadas gordas, que un momento antes cantaban alborozados.
No podía ser de otro modo, Doña Cuaresma ayer le dio lo suyo a Don Carnal. Después de tres días de jolgorio, excesos y alegría, llega la severa penitencia. Así que, la virtud, representada por un inquietante ejército de calaveras, religiosos y soldados de un innombrable ejército, le dio lo suyo al vicio, cuya imagen la puso un tropel de beodos felices y lascivos vividores.
El tercer día de festejos carnavaleros, estuvo marcado por el combate que libraron Don Carnal y Doña Cuaresma. Sucedió en la Plaza Mayor, el mejor marco que tiene la capital para un suceso de este calibre.
La representación, en la que participaron más de 50 actores, estuvo interpretada por la compañía Morboria, bajo la dirección artística de Marco Berriel. Fue una fiesta de claras reminiscencias medievales, donde la plasticidad de los disfraces remitieron directamente a la mitología del carnaval madrileño, así como a la iconografía del pintor flamenco El Bosco. El enfrentamiento se salpimentó con gotas de danza contemporánea, artes marciales y un espectáculo de color, fuego y sonido.
Fue el momento álgido de unas fiestas que comenzaron el pasado viernes en la Plaza de la Villa y continuaron la tarde del sábado con el Gran Desfile entre El Retiro y la Plaza de Colón.
Si el viernes, la lluvia no logró apagar las críticas lanzadas a Gallardón por su política de parquímetros y obras en la M-30, ni el impresionante atasco que el desfile produjo el sábado, arrendó a sus pasacalles, el intenso frío de ayer tampoco pudo disminuir las ganas de juerga de los madrileños.
Bajo un sol incapaz de calentar, tal vez atemorizado por los sucesos de aquí abajo, las comparsas hicieron acto de presencia allá por el mediodía, hora y media antes del encuentro. Para entonces, hacía rato que la gente llenaba las tribunas colocadas en el centro de la plaza para contemplar el espectáculo.
En los soportales y márgenes del espacio, los filatélicos estaban a lo suyo. «Hay que darse prisa, porque dentro de un rato aquí no hay quien pare», exclamaba Antonio, veterano del rastrillo de sellos que aquí se celebra todas las mañanas de domingo, mientras daba aire a la clientela que se entretenía con las colecciones de su tenderete.
No era para menos, pues los dos ejércitos ya había tomado sus posiciones. En la esquina del mercado de San Miguel, las inquietantes huestes de la virtud, rodeando a Doña Cuaresma. Era ésta una de las figuras más impresionantes.
Cinco metros de altura y sobre una falda de una docena de metros de diámetro, la rubia dama blandía un espadón, mientras que de su cuello colgaba una caracola. Era tanta su desmesura, que sólo podía moverse con la ayuda de dos mayordomos.
A sus pies, los esqueletos cornudos y una diligencia atestada de sombríos monjes con cara de ajo y enormes raspas de pescado, por algo llega el tiempo de la Cuaresma.
Lo contrario que en la otra punta de la plaza. Allí reinaba el jolgorio. Música, danzas lúbricas, botas de vino y gordos felices transmitían su dicha a los espectadores que se integraban con júbilo a la francachela.
Así hasta que sonó la temida caracola. Todos a una y entre gritos y lamentos, risas y gruñidos, ambos grupos se pusieron en marcha. No hizo falta más que una sola vuelta para que se encontrasen a los pies de la estatua de Felipe III. Fue visto y no visto. Lo que tardaron en disiparse los humos de colores, petardos, plumas, serpentinas y confetis que saltaron por los aires.
Los severos se llevaron a los juerguistas por la salida de Pozas. El resto se quedó en la Plaza Mayor. Ya era la hora de tomarse un bocata de calamares. La siguiente cita, el miércoles a las 18 horas en San Antonio de la Florida, para asistir al Entierro de la Sardina.