BEATRIZ PULIDO
Cualquier momento es bueno para retirarle las vestiduras y el glamour de la función al Teatro Real y dejar expuestas sus costuras al público, que no tiene normalmente la oportunidad de verlo por dentro, tal cual es, con la cara lavada. Pero especialmente ayer era un buen día para mostrarlo. Sobre todo, porque las dos óperas que se representan simultáneamente en el programa: La Cavalleria Rusticana e I Pagliacci permitían comprobar, con una extraordinaria perspectiva, la importancia que tiene la caja escénica para el conjunto del inmueble.
La primera parada se realizaba justo en la parte trasera del escenario a una altura considerable que permitía contemplar, desde arriba, la segunda de las escenografías creadas por Giancarlo Del Monaco para la representación de I Pagliacci. En escena esperaba la que encabeza el programa, el paisaje blanco de La Cavalleria.
La excusa de abrir las puertas era la celebración de las Jornadas Europeas de la Opera que conmemoran los 400 años de la primera obra maestra del género, L'Orfeo, de Monteverdi. Desde las 10.00 horas se venían acumulando visitantes formando una cola que desaparecía por la calle de San Nicolás. Mil ojos que demuestran la expectación generada en estos 10 últimos años de ópera en el Real.
Desde aquel espejo coronado de luces en el que obligatoriamente se miran los cantantes justo antes de salir a escena, alguien explica que existen 11 camerinos «que son como apartamentos que están reservados a los grandes intérpretes». A los que se suman las dependencias colectivas que emplean los coros y demás artistas. Algunos visitantes trataban de imaginar el trasiego de sastres, maquilladores y de trajes vertidos por los pasillos.
Desde allí la comitiva parte hacia el segundo piso donde abundan los amplios salones repletos de inmensos ventanales nutridos con gruesas cortinas, alfombras y techos altísimos, para desembocar en el lujoso restaurante de estilo clásico y luces sinuosas, donde reluce sin estridencias el tono bermejo. El último paseo es el que les conduce hacia el patio de butacas. Al entrar, Rocío se queja: «Es muy pequeño». Le replica una voz: «Se ha conservado tal cual estaba al principio». Sin embargo, las innovaciones se han dispersado por los rincones y aunque imperceptible al público, aquel espacio ha conseguido aunar técnica y tradición.
Ahí termina la explicación y la visita. En total, más de 3.000 personas se acercaron al edificio de la Plaza de Isabel II para mirarlo por dentro.
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